"Cruceros de Roncesvalles", fotografía de D. José Ortiz de Echagüe

lunes, 20 de agosto de 2012

LA CUNA VACÍA



Un biberón puesto en la cuna del niño, una cinta azul colgada tras la puerta y los llantos de un bebé recién nacido que despiertan el regocijo de los parientes ansiosos, que esperan más allá de los vidrios empañados por el trabajo del parto. Todo se colorea de alegría; las sonrisas se mezclan con lágrimas y susurran con un hilo de voz el estupor que inunda sus corazones; tan grande es el alcance de aquel acontecimiento que el milagro ocurrido abre las puertas a un nuevo plan, a una gota en el océano del Providencia.



En la habitación paredaña se advierte un llanto a cántaros, visceral, estrangulado... Es el de una mamá que ha perdido a su bebé poco ha. Desgarrador, pero su gemido de dolor se debe a no poder tener a su bebé asido fuertemente entre los brazos. Un trauma que sólo el tiempo podrá mitigar, pero nunca borrar. Un hijo reencontrado en el cielo, en el mosaico de la eternidad, entre los bienaventurados, los puros de corazón ante la presencia de Dios.

La sala está vacía; una ecografía al quinto mes; una mujer y el médico que deciden qué es lo que va a hacerse; continúan los controles; el latido cardíaco es regular, el sistema circulatorio fetal está en perfectas condiciones, las proporciones corpóreas son normales, todo concurre para su nacimiento, todo... salvo la voluntad de una madre que atenta contra la vida de aquella flor que está brotando.
Acurrucado en posición fetal, sensible a cada vibración, a cada estímulo, a cada sonido, el feto es todo uno en el seno materno, está al seguro en su cuna, se siente protegido, alimentado y defendido, nada puede hacerle mal en la quietud acolchada de aquella feliz serenidad. Un cuerpo extraño irrumpe de repente y con una violencia inaudita lo sigue repetidamente, el feto advierte el peligro y trata de evitarlo; pero toda tentativa de sustraerse es en vano, es un remolino de silencios desgarradores que suplican ayuda a quien, en todo caso, lo habría tenido siempre que defender de la muerte. Todo se para, allí acaba la loca carrera y el atroz acto es consumado. La cuna que lo acoge se ha vuelto su tumba y el grito silencioso se detiene en el tiempo; es el último grito, el eco escalofriante que se disuelve en las tinieblas. Sangre de su sangre; sangre inocente que corre entre los pliegues de una cándida sábana y es sentencia de condena que desgarra el velo del templo.

Todo calla en la clínica de la muerte, cada cosa vuelve a su propio lugar con la terrorífica frialdad y la indiferencia satisfecha de un acto consumado, que volverá a ser perpetrado al día siguiente.
                                                                  
Suenan las campanas, es la hora sexta. El niño nacido hace veinte años es el hombre de Dios que, tras la rejilla de un confesonario, absuelve y dona la paz a aquellas mujeres que convertidas en madres esperan el renacimiento en el perdón. Un pasado cruento, inenarrable, suelto en la inquietud de la conciencia y la súplica incesante de las voces blancas que en el cielo imploran la salvación.
Francesca Bonadonna

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