"Cruceros de Roncesvalles", fotografía de D. José Ortiz de Echagüe

viernes, 3 de agosto de 2012

LA NOCHE DE LOS INCENDIOS


ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA

Es tarde noche, la luna refleja su luz argéntea sobre las montañas que dominan el horizonte. El silencio es elocuente, habla un lenguaje irreal... Solo la frescura de la brisa se siente en una sofocante tarde estival. El pueblo, envuelto en un sugestivo encanto, vivífica este escenario. Las luces difusas de las farolas dispuestas a lo largo de la encrucijada me llevan lejos, entre los renglones de los cuentos vinculados a mi infancia.




Es la última noche del año y, en la nocturna helada, mientras los habitantes se habían refugiado al calor de sus moradas, una niña muy pobre recorría solitaria las calles de la ciudad que se iluminaba de fiesta. Descalza sobre una alfombra de nieve, aterida de frío y envuelta en un manto deshilachado iba vendiendo cerillas. En su cándido corazoncito no perdía la esperanza de aquel hogar doméstico tan deseado, justo como el que se adivinaba tras las ventanas de las viviendas. La noche es larga y la pequeña cerillera, para resguardarse del frío, busca el calor y resignándose enciende algunas de sus cerillas: las mismas que nadie le quiso comprar. Un gran resplandor iluminó la oscuridad y, delante de ella, como por encantamiento, vio aparecer un gran árbol de luces de colores y puestos debajo del árbol muchos regalos: los que siempre deseó. Encendió otro fósforo... Y apareció imponente una gran mesa abastecida de exquisitos manjares de los que, con primor de perfumes y sabores, ella nunca había disfrutado. Lamentablemente, al apagarse la llama, todo se desvaneció en la oscuridad, volviendo a ser como antes. Cuando se hizo la mañana, al primer repique de campanas, los transeúntes que iban a Misa la reconocieron. Era ella, la pequeña cerillera, muerta de privaciones, tendida sobre la acera, debajo de la farola cercana. Estaba serena y sonriente, porque a la luz de la última cerilla que le había quedado, su querida abuela vino a cogerla para llevarla consigo a lo alto, al firmamento, donde le aguardaba la eternidad. La frescura de esta escena quedaba indeleble en la memoria y me remite a las palabras del Evangelio, cuando Jesús dice: "Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en el Reino de Dios" (Marco 10,13 -16). Aquella tierna criatura, probada en padecimientos, se volvió tan grande como para merecer su puesto en la morada del Paraíso.


Algo me despierta del encanto de aquellas palabras: es el chisporrotear de un fuego que irrumpe delante de mi vivienda. Sus llamas se avivan con la fuerza del viento y enjambran con rapidez la vegetación que lo rodea. Otro incendio estalla sobre la montaña de san Nicola y todavía otro se declara en el centro de la población: es tramposo. En poco tiempo parece un infierno que se enciende en dondequiera que pongo la mirada. El aire es irrespirable, se teme lo peor. Están en peligro las casas, los animales, la vegetación y también la gente. A un anciano señor le han hecho evacuar velozmente dos veces su vivienda. Es tanto el susto que el barrio está alborotado. Llegan oportunos los socorristas y con la prontitud y la agilidad de quien conoce bien el peligro, apagan rápidamente el fuego. Nadie se echa atrás, también los habitantes se afanan en prestar ayuda. Todo se consume en un breve tiempo; un instante después y hubiera sido una tragedia. Después de algunas horas del suceso, las primeras luces del alba desvelan aquel triste escenario. La indignación de la comunidad parece ser inevitable. 


"Dijo entonces Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella" (Génesis 1, 26-28).   .


El hombre embrutecido por el pecado original y siempre más lejos de la fe, ha perdido su semejanza con Dios, traicionando su mandato se ha rebelado y castigándose a sí mismo ha firmado su condena.

"No provoquéis la muerte con los extravíos de vuestra vida, ni os atraigáis la ruina con las obras de vuestras manos". (Sabiduría 1, 12-13).        

Como dijo el Beato Juan Pablo II: "El hombre puede hacer de este mundo un jardín o reducirlo a un montón de escombros."

¿No estamos acaso frente a una autodestrucción?

Se avecina el fin del tiempo y todavía no nos hemos dado cuenta...


Francesca Bonadonna

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