Un Papa popular, humilde y culto que gusta a los fieles. La importancia de la liturgia y de su misión: anunciar en todo el mundo a Jesús crucificado y resucitado.
Alberto Giannino
Quien observa desde hace años al Papa Benedicto XVI ve a un Pastor, a un hombre comedido y tranquilo que desprende una gran espiritualidad. No se ve a un Papa arrogante, soberbio y distante para con la gente. Pero, contrariamente a como lo pintan sus detractores, también es un Papa seguro y firme en su misión doctrinal, la que Jesús le ha confiado, sin ser ni un conservador iluminado ni un innovador al pie de la letra. El sucesor de Pedro se beneficia de una exhortación especial de Cristo para desarrollar este papel y ayudar a sus hermanos a creer: las palabras evangélicas "Apacienta a mis corderos", "Apacienta mi rebaño" no enuncian explícitamente una misión doctrinal, pero la implican directamente.
Apacentar la grey para Benedicto XVI consiste en procurar al pueblo una nutrición sólida de vida espiritual, y dentro de esta nutrición se incluye la comunicación de la doctrina revelada para alimentar la fe. Es un Papa con la voluntad de promover en toda la Iglesia la verdadera fe de Cristo. Es ciertamente un Papa teólogo (entre los más renombrados del mundo) que conoce bien la Sagrada Escritura, la Historia de la Iglesia, los Padres y los Doctores de la Iglesia, los Santos, la Cristología, la Teodicea y la Mariologia.
Ama de modo particular la Liturgia, que es para él Misterio, armonía, sentimiento de fe y de piedad, como es posible ver en cada una de sus Misas. La liturgia para el Papa imprime al ritual una fuerza y una belleza particulares: ella se convierte en coro, se convierte en concierto, se convierte en ritmo de una inmensa ala que vuela hacia las alturas del misterio y el gozo divino. Y el alma entra en una actividad concentrada, de coloquio, de canto, de acción. En la Misa se hace presente realmente el Cuerpo de Cristo, y no es ya sólo la memoria -eso a lo que derivó entre los protestantes. Todo por tanto debe ser preparado esmeradamente y todo tiene que estar en su sitio. Todas estas cosas, evidentemente, placen a los fieles y a los peregrinos católicos y encuentran la aceptación del pueblo de Dios. En Madrid hubo un millón de jóvenes venidos de todas las partes del mundo para la Jornada Mundial de la Juventud y en Milán, en el pasado fin de semana, hubo un millón de peregrinos llegados de todos los rincones del planeta para el VII Congreso Mundial de las Familias. Entonces tenemos que preguntarnos por qué este Papa, mesurado e intelectual, sea tan popular, por qué este pontífice -impropiamente definido como "Cardenal Panzer" ("panzer kardinal")- logra reunir inmensas masas y por qué no hay ninguna otra autoridad moral o política en el mundo que congregue a millones de personas.
El Papa, cabeza del colegio episcopal por voluntad de Cristo, es el primer heraldo de la fe, a quien corresponde la tarea de enseñar la verdad revelada y mostrar sus aplicaciones en el comportamiento humano. Él siente que tiene la primera responsabilidad en la difusión de la fe sobre el mundo y lo hace sin ahorrarse a sí mismo, gobernando la Iglesia y viajando por todo el mundo (el próximo viaje al extranjero será a Líbano y está al caer). A este respeto, merece ante todo subrayarse el valor positivo de la misión de Benedicto XVI para anunciar y difundir el mensaje cristiano con los escritos y la palabra y de hacer conocer la doctrina auténtica del Evangelio respondiendo con las palabras eternas de la revelación a los inveterados y a los nuevos interrogantes que los hombres se hacen ante los problemas fundamentales de la vida.
Sería reducido y más bien erróneo pensar en un magisterio papal consistente solo en la condena de los errores contra la fe. Este aspecto está sin duda presente en la responsabilidad por la difusión de la fe, siendo también menester defenderla contra los errores y las desviaciones, pero el cometido esencial del magisterio de Benedicto XVI es exponer la doctrina de la fe promoviendo el conocimiento del misterio de Dios y de la obra de la salvación, destacando todos los aspectos del plan divino en curso de actualizarse en la historia humana bajo la acción del Espíritu Santo. Y el Papa cumple con esta misión conferida a él resolviéndola con claridad, con intervenciones breves y concisas y densas de contenidos religiosos que son apreciados.
Benedicto XVI gusta por esto y por su humildad y caridad. No es por acaso que haya escrito una encíclica sobre la caridad. En el cumplimiento de este cometido el Papa expresa de forma personal, pero con autoridad institucional la "regla de la fe", a la que han de atenerse los miembros de la Iglesia universal -simples fieles, catequistas, docentes de religión católica, teólogos- en investigar el sentido de los contenidos permanentes de la fe cristiana también en relación a las discusiones que surgen, dentro y fuera de la comunidad eclesial, sobre los diversos puntos o sobre todo el conjunto de la doctrina. Es verdad que todos en la Iglesia y, especialmente los teólogos, somos llamados a cumplir esta labor de continua clarificación y explicitación. Pero la misión de Pedro y de sus sucesores es establecer y refrendar autorizadamente lo que la Iglesia ha recibido y creído desde el principio, lo que los Apóstoles han enseñado, lo que la Sagrada Escritura y la tradición cristiana han fijado como objeto de la fe y como norma de vida cristiana. Benedicto XVI tiene la misión de proteger al pueblo cristiano contra los errores en el campo de la fe y de las costumbres, tiene el deber de ser depositario de la Fe. Y no se asusta de las críticas corrosivas y de las incomprensiones. Su consigna es dejar testimonio de Cristo, de su palabra, de su ley, de su amor. Pero a la conciencia de la propia responsabilidad en el campo doctrinal y moral, Benedicto XVI añade el empeño de ser, como Jesús, "manso y humilde de corazón". Tal y como San Pablo sintió la necesidad de exhortar a Timoteo, su discípulo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta con toda magnanimidad y doctrina... (aunque) no sufrirán la sana doctrina". Y lo mismo hace Benedicto XVI cada día en su ministerio petrino, porque su cometido es enseñar a todas las naciones.
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