En un tarde soleada de otoño, sumida en los renglones cautivadores de una novela, oigo un sonido que proviene de lejos. Recorro una calle labrada que sube entre las colinas y llego a una recoleta iglesia aldeana, que se distingue por una torre con tres campanarios, flanqueada por pétreos ángeles. Esta población, antaño rural, está postrada hoy en total abandono, en la desolación de una quieta inmovilidad, de vez en vez interrumpida por el graznido de los cuervos, el cantar de los grillos y el chirriar de las cigarras escondidas en la espesura de la maleza de los contornos. Las arruinadas casas, las obturadas fuentes, los pozos sin agua y un molino desmantelado a un paso del río, hacen de este paisaje agrícola una típica estampa bucólica de las pintadas por Monet en sus lienzos. Un escenario elocuente, preñado de fascinación y de religiosidad.
Pero ¿qué fue aquel sonido, de timbre argentino y cadencioso, que me ha conducido hasta allí, al caer el sol?
Era el tañido de las campanas, la nostalgia de aquellas campanas que han acompañado el viaje de la historia, de una civilización católica; un viaje que se detiene en las campanas hoy calladas, abandonadas en la memoria, reemplazadas por los relojes y los carillones que señalan las horas frenéticas de cada jornada. Las campanas son la llamada del ángel al mediodía, el repiqueteo que no se interrumpe en la medianoche de Noche Buena, en la fiesta del Resucitado, en la de Pentecostés, a la hora de la Misa y el tañir de toque fuerte y acompasado que suena por la muerte de una persona querida. Un lenguaje que habla a la fe, una llamada que nos recuerda los caminos del cielo, una cita con lo divino que nos invita al convite fraterno; un compromiso de vida que dura en la eternidad... Cada devoción está cifrada en las señas de aquellos tañidos de campana, los sacramentales que hacen temblar al infierno y expulsan a los demonios del aire.
¿Pero quién fue el que me condujo por aquella calle solitaria, oculta entre las piedras de un sendero inaccesible?
Fue una presencia invisible, mi ángel custodio, envuelto en su aureola, me guiaba para revelarme con tristeza que, más allá de las ruinas de un país fantasma, hubo un viejo altar del cual se elevó el grito de los mártires de la Revolución; un antiguo convento, donde se oyen los repetidos lamentos de un beato; la iglesia profanada por las misas negras, con un Cáliz y un Copón que recuerdan el sacrificio. Es un oasis de Cristiandad, pero es el símbolo que nos interroga sobre la incuria sacral en la arquitectura, en los altares, en la liturgia, en la oración despistada y apresurada. Los templos como astronaves de cemento clavadas en medio del caos urbano son el motivo de presunción para diócesis abiertas al modernismo.
Numerosas son las iglesias desconsagradas, ayer emblema de la florida Cristianidad de otrora, reducidas hogaño a salas para conciertos, a galerías de arte o incluso transformadas en mezquitas, en nombre de un diálogo que se desvanece en la falsa raya de una tregua. Es el abandono sacral, escalofriante y desolador, de una sociedad inmersa en el árido desierto del progresismo.
Filas de ángeles, en la rosa de los vientos, alcanzan los confines de la tierra y difunden al tañir de las campanas la invitación solemne de Jesús cuando dice: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré." (Mt 11, 28).
Francesca Bonadonna
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