En una espléndida mañana de sol dos hermanitos se alejaron de la casa, sin saberlo su madre. Salieron de su habitación al alba, emprendiendo el camino que conduce al bosque y, más allá, a un puente colgante sobre la cascada de un río. Esto le había sido vedado por la madre, cuando ellos le pidieron ir a la cascada. Al llegar frente al hermoso paisaje que se abrían ante el asombro de sus ojos, era inevitable no atravesar el puente, viejo y desvencijado, que colgaba en el aire dejando abajo el precipicio. A mitad del puente, Luigi tropieza con un clavo, pero... una mano invisible lo agarra, un susto y un aspaviento, una pérdida de equilibrio y Luigi hubiera acabado precipitándose, absorbido por el remolino de las aguas.
Con seguridad que recordáis esta escena. ¿Quién de nosotros no conservará esa imagen?
Nuestro Ángel Custodio, en el curso de la vida, ha intervenido en numerosísimas ocasiones, salvándonos del peligro; pero nosotros, ocupados en las distracciones mundanas, no lo hemos escuchado, ni lo hemos reconocido como nuestro protector, y tampoco le hemos agradecido nunca su custodia. Los ángeles nos protegen, hemos sido confiados a ellos y le debemos nuestra gratitud; si no fuese por la iconografía que "de alguna manera" los representa, mantendrían sus rostros del todo desconocidos, invisibles, presentes en realidad.
Lamentablemente, el espíritu iconográfico, desde hace siglos pagano y romántico, representa a los príncipes de las Milicias Celestiales, sin expresar la fuerza y la majestad con que está investido; la mayor parte de las imágenes están llenas de suavidad y de relajación, mezclado con rasgos femeninos, semejante a los rasgos faciales de las hadas en los cuentos de Walt Disney.
Cristo es el centro del mundo angélico. Ellos son sus ángeles, por haber sido creados por Él y con las miras de Él.
Es cierto que a nuestro Ángel de la Guarda nadie le ha visto jamás, salvo algunas excepciones; pero sabemos que Dios les ha hecho soldados de Cristo y mensajeros de su designio de salvación, superiores a los hombres en la inteligencia, por tanto superiores también en un espíritu de fuerza, verticalidad y austeridad, así como amabilidad y mansedumbre. Si estos no fueron los príncipes celestiales, sería difícil concebir una batalla apocalíptica contra los príncipes de las tinieblas, diabólicamente inteligentes, también fuertes, pero destinados a perecer.
Los ángeles forman filas incontables alrededor del trono de Dios que está en cielo. Ellos llevan delante de Él los ruegos de los santos. (Ap 5,8;8,3).
Los ángeles tienen en ellos poder como las potencias destructivas de la naturaleza: ángeles de los vientos (Ap7,1-8). Del fuego (Ap 14,18), del agua (Ap 16,5).
A siete ángeles le son dadas siete trompetas a cuyo sonido se inicia el Juicio (Ap 8,9).
Siete ángeles anuncian las últimas siete plagas (Ap 15,16).
El ángel del Juicio encadena, por fin al dragón y lo arroja en el abismo (Ap 20, 1-3).
Ellos son potentes ejecutores de sus mandos, listos a la voz de su palabra (Sal 103,20).
Inspirándome en la escuela de la Contra-Revolución Pliniana en materia de iconografía, me viene de pronto la comparación entre dos imágenes de diferente procedencia. ¿Según vosotros cuál entre éste semejaría acercarse más a la digna representación y según los elementos descritos en los textos de la Sagrada Escritura?
El impacto simbólico, con sus colores, sus formas, el estilo y las expresiones, induce a la reflexión que en la óptica de la fe y de la belleza, edifica y fortalece, haciendo percibir con gusto el nivel de objetividad expresado en aquella representación. Una objetividad que sin duda alguna enriquece y acompaña a la contemplación sacral; desprovisto de estos elementos se queda en una simple observación que no eleva a los bienes celestiales, sino que pierde altura en los bienes terrenales, no siempre sanos y ventajosos.
Un rostro rebajado en su fisonomía, que no responde a los cánones objetivos de los elementos previstos, resultará imposible reconocerlo en su naturaleza y redescubrirlo en la verdad que le pertenece: la desconexión entre los elementos objetivos a disposición y la representación iconográfica de una reina, de un santo, de un acontecimiento, resultará solo un sucedáneo desagradable que se autoexcluye de la Historia. Si se comprendiera cuán verdadero es esto, para los efectos positivos y negativos que comporta la ventaja o la desventaja de las almas, la iconografía revolucionaria en clave romántica, abstracta, irreal y nihilista, "enemiga" de la verdad, no tendría motivo de existir y se encaminaría a su definitivo fracaso.
Confiando en la Reina de la Contrarrevolución que es Maria Santísima, nos empeñaremos para que su obra sea cumplida.
Como el sol que surge a la aurora de nuevo día, así el reflorecer de la fe exalta de belleza las expresiones del arte, procurando siempre el salto y la apetencia de los bienes terrenales.
Francesca Bonadonna
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