Una lámpara encendida alumbra la noche. Las calles están desiertas y una ligera brisa mueve las hojas que yacen sobre el empedrado. Es una alfombra de variados colores que conduce al viandante a un imponente pórtico sobre cuyo dintel campean unos blasones heráldicos en bajorrelieve. Altos muros ciñen una vasta extensión de terreno. Por él hace su entrada un automóvil que se pierde en la oscuridad de la avenida hasta alcanzar el palacio nobiliario. La
cristalera de una amplia terraza deja entrever un salón iluminado para la fiesta. La servidumbre en perfecto orden se mueve con garbo y finura y todo es animado por un cuarteto de arco que interpreta las notas de Vivaldi. Una lámpara dieciochesca domina la escena, es de plata; de ella penden gotas de cristal que reflejan una luz intensa; es imponente en su elegancia. Los invitados están fascinados por su atractivo, lo observan y reviven fielmente las historias del pasado, historias ligadas al Patriciado y a la nobleza romana. En el alcance de su valor artístico también hay un valor simbólico que encierra siglos de historia: es un eslabón que une el pasado y el presente; una propiedad cuyas luces sacras se transmiten a lo largo de los siglos, pero que en parte amenazan perderse entre las espesas nieblas de la secularización. Pareciera la clásica escena del siglo XVIII en el marco antiguo de un cuadro desteñido, pero es la realidad de una elite, parte de la nobleza que ha servido fielmente a la causa católica y a la Patria, manteniendo firmes las raíces cristianas del pasado. Como la antorcha que en testimonio se entrega en las Olimpiadas, este vestigio de la civilización cristiana permanecerá por siempre como antorcha ardiente que ofusca el odio igualitario de la revolución, enemiga de la Nobleza y de la Propiedad, a su vez binomio anti-igualitario por excelencia, el binomio de la catolicidad y del orden jerárquico instituido.
cristalera de una amplia terraza deja entrever un salón iluminado para la fiesta. La servidumbre en perfecto orden se mueve con garbo y finura y todo es animado por un cuarteto de arco que interpreta las notas de Vivaldi. Una lámpara dieciochesca domina la escena, es de plata; de ella penden gotas de cristal que reflejan una luz intensa; es imponente en su elegancia. Los invitados están fascinados por su atractivo, lo observan y reviven fielmente las historias del pasado, historias ligadas al Patriciado y a la nobleza romana. En el alcance de su valor artístico también hay un valor simbólico que encierra siglos de historia: es un eslabón que une el pasado y el presente; una propiedad cuyas luces sacras se transmiten a lo largo de los siglos, pero que en parte amenazan perderse entre las espesas nieblas de la secularización. Pareciera la clásica escena del siglo XVIII en el marco antiguo de un cuadro desteñido, pero es la realidad de una elite, parte de la nobleza que ha servido fielmente a la causa católica y a la Patria, manteniendo firmes las raíces cristianas del pasado. Como la antorcha que en testimonio se entrega en las Olimpiadas, este vestigio de la civilización cristiana permanecerá por siempre como antorcha ardiente que ofusca el odio igualitario de la revolución, enemiga de la Nobleza y de la Propiedad, a su vez binomio anti-igualitario por excelencia, el binomio de la catolicidad y del orden jerárquico instituido.
La doctrina católica, contenida en los documentos pontificios, concerniente a las igualdades y a las desigualdades es muy clara y precisa: del mismo modo como es imposible que un cuerpo humano esté constituido por miembros iguales, así en la sociedad humana, según la ordenación de Dios, prevee que haya príncipes y súbditos, patrones y proletarios, ricos y pobres, eruditos e ignorantes, nobles y plebeyos, los que, unidos todos en vínculo de amor, se ayuden recíprocamente a conseguir su último fin en Cielo; y aquí, sobre la tierra, juntos alcancen su bienestar material y moral (Encíclica Quod Apostólicos muneris). Y el goce de la propiedad privada según su libre disposición es un derecho de todo aquel que, bien con el sudor de su propio trabajo, bien por herencia o bien donación así la tenga. (Encíclica Rerum Novarum). Los revolucionarios, movidos por la sed de poder y por hostilidad a la cristianidad, han tergiversado el Evangelio y, tras la falsa propaganda de "Libertè, ugualitè y fraternitè", se rebelaron contra la ley de Dios y, así, al grito de "No serviam!", confiscaron bienes eclesiásticos, arrebataron las propiedades a los aristócratas e impusieron tributos al pueblo; contra toda jerarquía, abatieron la Monarquía y levantaron persecuciones sangrientas contra la Iglesia y el Santo Padre. A estos crímenes de guerra les acompañó a la zaga las insurrecciones, las persecuciones del comunismo y las revoluciones, hasta el actual relativismo de masa, con una desoladora manipulación de la juventud que está presa en falsos lugares comunes.
Si se omitiera una sola coma de esta historia, sería un acto de injusticia a los planes del Providencia, que plenamente se ha instituido en la realeza divina y social con el nacimiento de Cristo, el Hombre-Dios, hijo de un humilde obrero que, al mismo tiempo, era descendiente de la estirpe del Rey David y modelo de santidad. La Iglesia está constelada por grandes santos de la historia, pertenecientes a la nobleza. Según estadísticas acreditadas los aristócratas suponen más del 60% de los santos, por encima de los de clase media o del estado llano, elevados a los honores de los altares. Entre esa aristocracia canonizada debe ser recordada Santa Genoveva, descendiente de una familia del patriciado galo-romano. Santa Isabel de Hungría, princesa húngara. Santa Inés de Praga, hija del rey de Bohemia. Santo Tomás de Aquino, hijo del conde Landolfo de Aquino y de Teodora, descendiente de un linaje de príncipes normandos asentados en Sicilia. Santa Francesca Romana, perteneciente a la más alta nobleza romana. Santa Isabel, Reina de Portugal. San Luis IX Rey de Francia. San Fernando de Castilla, etcétera. Los santos, retirados a una vida austera, renunciaron a sus riquezas, pero otros como los Reyes y las Reinas prosiguieron viviendo en el lujo de la propia condición, aunque practicando las virtudes heroicas, sin ningún apego a las riquezas heredadas. Así se explica la parábola de los talentos (Mt 25,14-30). A cada uno Dios le entrega los bienes en diferente medida, pero de cada uno exige el rendimiento
proporcionado.
Francesca Bonadonna
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