"Cruceros de Roncesvalles", fotografía de D. José Ortiz de Echagüe

viernes, 27 de julio de 2012

EN LA ENCRUCIJADA



Estamos en una autopista y avanzamos a alta velocidad, pero reducimos al llegar a una encrucijada que indica una bifurcación. A un lado, se abre la carretera ancha y cuesta abajo; al otro se hace la carretera estrecha y cuesta arriba. Una representa la vía del mundo que conduce a la perdición, la otra es la del cielo que nos lleva a la salvación. Hacemos una pausa para considerar la dirección que vamos a tomar y, al levantar los ojos, en el centro vemos un gran letrero que dice:



"Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará." (Mateo 16, 21 -27)

Las palabras de Jesús son lapidarias y su lenguaje es duro, pero nos encontramos ante una decisión, frente a una elección, la más importante. ¿Cuáles de los dos caminos tomar? Hasta un niño, en lo hondo de su corazón, sabría cuál es la correcta.

Plinio Corrèa de Oliveira afirmaba:

"Nuestra época está hecha de fuego y de cieno; quien no arde como el fuego se hace despreciable como el cieno".

Es la radicalidad del Evangelio la que se evidencia ante el dilema que se nos plantea en la disyuntiva entre la salvación y la perdición; también seremos juzgados por el testimonio de la verdad y por el odio al pecado, pero sobre todo seremos juzgados por la caridad que hayamos hecho.

El cieno del pecado corrompe hasta las almas más bellas y virtuosas, enredadas en la densa red de paganismo y con las amargas consecuencias del relativismo en la disolución moral y religiosa bajo todos sus aspectos; tantos jóvenes, entre ellos amigos y conocidos, son los que se apartan del buen camino tan rápidamente, después de haber sido salvados por la gracia de Dios.

Ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella”. (Mateo 7, 6.12-14)

La tentación reside en decir que no se peca porque se observan los diez mandamientos y, luego, cuando llega el momento de renunciar a los apegos terrenales, nos cerramos la entrada al cielo para perseguir aquel mundo hecho de engaños y de compromisos. La parábola del joven rico encierra esta realidad:

"Cuando se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" (...) "Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre". El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme". Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes." (Marcos 10, 17-22).
"¡Qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran." (Mateo 7, 6.12-14).

"Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la vida, y pocos son los que la hallan." (Mateo 7, 6.12-14).

"Yo soy la vida, la verdad y la vida" (Juan 14, 1-12).

Es en el curso de este camino donde Jesús espera a las ovejas extraviadas y las pone en nuestro camino, porque un día Él regresará. Sobre la tierra lo dejaremos todo, la única cosa que quedará de nosotros será la siembra que hayamos hecho; si ella ha sido buena, sus frutos serán la continuidad de una obra providencial.

Santa Teresita del Niño Jesús, caminando sobre las huellas de Cristo, invitaba a la pequeña vía del amor practicable a todo, con la humildad y la confianza en Dios. Vivir lo ordinario de manera extraordinaria. Una vía que es tan pequeña, por la brevedad terrena, cuanto grande por la elevación en la eternidad.

Francesca Bonadonna

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