"Cruceros de Roncesvalles", fotografía de D. José Ortiz de Echagüe

sábado, 21 de julio de 2012

EL LENGUAJE DE LAS ANALOGÍAS



Las analogías en el lenguaje bíblico son muy frecuentes y se relacionan con los estados de la mente y los factores externos comunes a la naturaleza humana, para que la naturaleza humana entra en armonía con lo creado.


Desde la delicada elegancia del cisne hasta la ferocidad del león, desde la astucia de la serpiente hasta la pureza de la paloma, desde la agresividad del lobo a la mansedumbre del cordero.

Según este principio, el profeta Ezequiel asocia los cuatro evangelistas con los cuatro seres vivientes vinculando cada uno a sus respectivas cualidades humanas: Marcos, representado por el león, símbolo de nobleza. Lucas, con el toro, símbolo de la fuerza. Mateo con el hombre, símbolo de la sabiduría. Juan, con el águila, símbolo de la agilidad en las alturas celestiales (Ez. 1, 5-2 1). Y el Tetramorfos, los cuatro seres vivientes, son los que vigilan el trono del Altísimo en la visión del Apocalipsis.

En esta armonía entre el hombre y el reino animal, como fondo y marco tenemos el reino vegetal que saca su fuerza de sus raíces arraigadas a la tierra, para alimentarse. Las raíces simbolizan la radicalidad en Cristo, muerto en el Árbol de la Cruz que, con su resurrección, deviene en árbol de la vida, símbolo de verticalidad que une tierra y cielo; en el Antiguo Testamento se distingue desde el árbol del conocimiento del bien y del mal hasta el árbol genealógico, icono de nuestra descendencia...

Las plantas con las flores y los aromas adornan de vivacidad la palabra de Dios y la enriquecen con toques de color y de luz, para que sea más accesible la comprensión de su sentido.

"El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. Este grano es muy pequeño, pero cuando crece es la más grande de las plantas del huerto y llega a hacerse arbusto, de modo que la aves vienen a anidar en sus ramas" (Mateo 13, 31-32; Marcos 4, 30-32; Lc. 13, 18-19).

"Todo hombre es como la hierba, y toda su gloria es como una flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre..." (Isaías 4,6-8)

"¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos." (Mt. 7,28-29; Lc. 12,27).

En una de las principales calles de mi ciudad, me detengo a mirar un espléndido escaparate: es una joyería. Súbitamente un diamante, con sus mil facetas, me llama la atención, ¿pero quién es el artista de esta magnífica preciosidad? Es el artista por excelencia, Aquel que en cada rayo de luz, en cada pincelada de color, en cualquier forma y materia existente en la naturaleza deja impresa su firma. La luz reflejada del diamante puede ser comparada a las muchas virtudes presentes en un alma, cualidad que en una sola unidad constituye su singularidad. Nada es pasado por alto por la mano creadora de Dios; desde los abismos del mar con sus minerales a las entrañas de la tierra, con la austera belleza de las estalactitas y estalagmitas, como representación de la luz en la noche oscura del alma que anhela la Nueva Jerusalén Celeste, en la visión del Apocalipsis, los muros de la Jerusalén Celeste son de jaspe, semejante al claro cristal, están adornadas con todo tipo de piedras preciosas... Su esplendor se identifica con la luz, símbolo de la trascendencia de Dios. La Iglesia, la Esposa ataviada para su Esposo, edificada solemnemente en los altares majestuosos de las catedrales, en los paramentos sacerdotales bordados en oro y plata, hasta las piedras preciosas que revisten de sacralidad la corona real, culminada por la cruz como signo de fidelidad al Papado y la espada, engastada de piedras preciosas, como la Palabra de Dios. Esta inefable gracia de la belleza el Señor la ha sembrado a lo largo del camino humano para mantener viva en nuestros corazones de peregrinos la nostalgia irreprimible del Cielo y poder amar y servir a través de lo que es visible a nuestra percepción.

En una sociedad que vive de imágenes la simbología es fundamental. El libro de la Sagrada Escritura es el libro primordial que nos ofrece las representaciones simbólicas que se custodiarán y transmitirán a lo largo de los milenios sin alteraciones, y viene a significar que la imagen dice mucho más que mil palabras y transmite contenidos, principios y conceptos que entran y se fijan en el corazón y en la mente del hombre, ejerciendo su influencia en las costumbres y en los ambientes: la época de la secularización es la imagen distorsionada de la realidad según el orden natural. Si un espejo refleja una imagen artificial, ¿qué resultaría de una distorsión de la realidad?

Francesca Bonadonna

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