miércoles, 18 de julio de 2012

SED DE TRASCENDENCIA



Contemplo el paisaje y mi mirada se alza para columbrar la profundidad del horizonte, como para invocar con los sentidos al autor de tanta belleza. Escucho su voz en el viento que cimbrea las espigas y le estoy agradecida por haberme otorgado la capacidad de admirar sus obras maestras. Levanto los ojos al cielo, raptada por los rayos solares que atravesando las blancas nubes llegan hasta mí, cual hebras de oro que acarician mi cabello. Las montañas, las colinas, los trigales, los extensos prados y todo lo que reina es una exhibición de luz a mis ojos, un espectáculo que sólo una paleta de colores imprimiría en aquel instante sobre el lienzo del artista.


Es impensable no considerar la belleza del mar calmo a la noche, que varía sus colores en un creciente oleaje hasta transmutarse en tempestad. El mar y sus movimientos vienen a representar los movimientos del alma humana cuando se encuentra en continuo trabajo, y va pasando de un matiz de color a otro matiz hasta serenarse y tornarse quieta al apuntar la alborada. La naturaleza se despierta, representándonos en sus colores, en sus perfumes, en sus estaciones. Así pues, las estaciones de la vida vienen a cifrar los momentos de nuestra breve pero intensa existencia. Estamos hechos de tierra según lo estableció Dios desde la creación, pero también somos, cual una paradoja, templo del Espíritu Santo, el sello que nos hace ser hijos únicos de un mismo Padre.

Dios ha levantado al mísero del pecado con similar belleza a la que se revela a la inocencia del niño, cuando queda arrobado con asombro ante los jardines de un palacio. De exultación en exultación, de maravilla en maravilla los ojos infantiles se encienden a la vista de una residencia palaciega, de una carroza, de una pintura que representa la vida cortesana o ante las arrugas de un anciano que extiende la mano en señal de afecto; miles y miles de facetas de una incontenible sed de esplendor que eleva el alma; un impulso de sentimientos que perciben la gracia en el estilo y en la finura de los ambientes impregnados por el orden sacral que da Gloria a Dios.

"Conserva el orden y el orden te conservará" -dijo San Agustín. El orden natural es el blasón jerárquico que Dios imprimió en todo lo creado: desde la corte angélica hasta el movimiento de los astros, desde la sociedad temporal ordenada jerárquicamente a la sociedad eclesial con el Papa en la cúspide. Lo siento por los apóstoles de la "revolución igualitaria" perdidos en la anarquía y el desorden. El igualitario, perdiendo el sentido de lo maravilloso, se corrompe desde el momento en que su inocencia primigenia fue severamente comprometida y, contaminado por las atrocidades de esta época, desdeña la sed de trascendencia sacral que por la gracia lleva a la admiración de lo que da gloria a Dios en la belleza. El desprecio de eso que lo mortifica hunde su obra en la fealdad y la vulgaridad.

En la economía salvífica, el hombre, aunque lejos de la gracia es a imagen y semejanza de Dios, parangonable a una catedral sumergida que contiene dentro de sí el esplendor de la arquitectura y de las vidrieras. El hombre es templo y morada del Espíritu Santo. La santidad es el camino necesario para que esta obra de la Providencia reemerja con sus raíces jerárquicas más sólidas y luminosas, probada en la fragua de fuego que vivifica y purifica a fondo los meandros más sombríos del alma humana. Así llegamos buscando el rostro de Dios en la belleza del rostro del Hijo y en Quien encarna las virtudes y perfecciones divinas, angelicales y humanas todas puestas juntas, la Mujer del Sí: la Virgen María. La "via pulchritudinis" se funda en estos absolutos y es la vía recorrida por Plinio Corrêa de Oliveira, un contemplativo de la belleza divina a la que ha dedicado parte de sus análisis, poniendo de relieve la importancia de este canal, como medio de filtrar todo lo que es bueno, verdadero y bello de lo que se le opone en la naturaleza. Sin estos absolutos a los que tender no hay búsqueda, no hay belleza, ni elevación, ni admiración, ni trascendencia, no hay salvación. Iluminados por el Espíritu Santo que es fuente de toda virtud y todo lo edifica para gloria de Dios, nos encontramos con la plenitud de la misión apostólica. Como dijo el Beato Juan Pablo II: "El hombre puede hacer de este mundo un jardín o reducirlo a escombros".


Francesca Bonadonna

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