¿Qué es la cultura? A esta pregunta le han sido dadas
respuestas muy diferentes, unas inspiradas en la filología, otras en sistemas
filosóficos o sociales de todo género.
El enredo de contradicciones nacido alrededor de este
término y que también afectan a otro término que le es conexo, el de
"civilización", es tal que se han tenido congresos internacionales de
expertos y profesores justo para definir el significado. Como suele ocurrir, de
tanto discutir no venido la clarificación...
No sería hacedero, en la brevedad de esta conferencia,
enunciar las tesis y los argumentos de las diversas corrientes, después
defender nuestra tesis y proveer las razones, por lo tanto hay que tratar de la
cultura católica.
Sin embargo, podemos examinar seriamente el argumento,
tomando la palabra "cultura" en los mil sentidos de que se reviste en
el lenguaje de tantos pueblos, clases sociales y escuelas de pensamiento, y
empezar con ello a demostrar que, en todas estas acepciones, la
"cultura" siempre contiene un elemento de base invariable: el
perfeccionamiento del espíritu humano.
En el centro de la noción de perfeccionamiento está la idea
de que todo hombre tiene en su propio espíritu la capacidad de desarrollo y
represión de sus defectos. El perfeccionamiento presenta por lo tanto dos
aspectos: uno positivo, que significa crecimiento de cuanto es bueno; y otro
negativo, o sea, la poda de cuanto es malo.
Muchos modos de pensar y de sentir corrientes, relativos a
la cultura, se explican en relación a este principio. Así, no tenemos dudas en
reconocer el carácter de institución cultural a una universidad, a una escuela
de música o de teatro, incluso a una sociedad destinada a la promoción del
ajedrez o de la filatelia. Estos organismos o grupos sociales tienen como
objetivo directo el perfeccionamiento del espíritu o, al menos, tienen sus
miras, de por sí, puestas a fin de perfeccionar el espíritu.
No obstante, pudiéramos concebir una universidad, o
cualquier otra institución cultural, que laborara virtualmente contra la
cultura. Eso se produce cuando, a causa de errores de cualquier orden, su obra
deforma los espíritus. Por ejemplo, se podría hacer esta afirmación a propósito
de ciertas escuelas que, arrastradas por un excesivo entusiasmo por la técnica,
inculcan en sus propios alumnos el desdén por todo cuanto es filosófico o
artístico.
Un espíritu que adore la mecánica como valor supremo y haga
de ésta el único firmamento del alma, que niegue toda certeza que no posea la
evidencia de los experimentos de laboratorio y refute desdeñosamente todo
cuanto es bello, es indudablemente un espíritu deformado. Del mismo modo
estaría deformado un espíritu que, movido por un apetito filosófico desmedido,
negase cualquier valor a la música, al arte, a la poesía o incluso a cualquier
otra actividad que, por modesta que sea, exija inteligencia y cultura, como
podría ser la mecánica. Y pudiéramos decir que aquella universidad en la que se
dirigiera a sus alumnos por alguna de estas falsas orientaciones, es una
universidad que ejerce una acción anti-cultural, o difusora de una falsa
cultura.
En la acepción corriente, se reconoce que la esgrima es un
ejercicio de un cierto valor cultural, pues requiere cualidades como la
destreza física, la prontitud de espíritu, la elegancia. Pero el sentido común
se resiste a reconocerle carácter cultural al pugilismo, pues algo contiene en
sí el boxeo que degrada el espíritu, dado que su fin es golpear fuerte y
brutalmente el rostro del hombre.
En todas estas acepciones y, también en
tantas otras, el lenguaje corriente incluye en la noción de cultura la idea de
perfeccionamiento espiritual.
A primera vista está menos claro, en la concepción general,
la distinción entre instrucción y cultura. Empero, analizada adecuadamente la
cosa, se ve que existe una distinción tal y que descansa sobre un fundamento
sólido.
De una persona que ha leído mucho se dice que es muy culta,
al menos si la comparamos con otra que ha leído poco. Y, entre dos personas que
han leído mucho, se presume que aquella que ha leído más sea la más culta de
ambas.
Dado que la instrucción, de suyo, perfecciona el espíritu,
es natural que, salvas razones en contra, reputemos como más culto a aquel que
tiene más lecturas. El peligro de un error en este argumento brota del hecho de
que mucha gente sin percatarse simplifica la noción y llegan a considerar la
cultura como una simple resultante de la cantidad de libros leídos. Error
evidente; pues la lectura es ventajosa no tanto en función de la cantidad como
de la calidad de los libros leídos y, sobre todo, de la cualidad de quien los
lee, y del modo como se leen. En otras palabras, la lectura puede hacer hombres
instruidos: tomemos en esta coyuntura la palabra "instrucción" en el
sentido de simple información.
Una persona que ha leído mucho, una persona muy instruida,
estará por ello mismo informada de muchos hechos y de nociones de interés
científico, histórico o artístico, pero todavía puede ser menos culta que otra
con un caudal de información menor. La instrucción perfecciona el espíritu en
toda la medida de lo posible solo cuando es secundada por una asimilación
profunda, resultante de una cuidada reflexión. Y por eso: quien ha leído poco,
pero ha asimilado mucho, es más culto que quien ha leído mucho, pero ha
asimilado poco. Por regla general, valga el ejemplo, un guía de museo es una
persona muy instruida sobre los objetos que debe mostrar al visitante. Pero no
es raro que sea poco culto: se limita a aprender de memoria, pero no busca
asimilar.
Todo cuanto el hombre aprende con los sentidos o con la
inteligencia ejerce un efecto sobre las potencias de su alma. De este efecto
una persona puede, más o menos, liberarse (incluso podría liberarse
completamente, según los casos), pero, de suyo, todo aprendizaje tiende a
ejercer sobre la persona un efecto.
Como hemos dicho ya, la acción cultural consiste, en su
faceta positiva, en acentuar todos los efectos perfeccionadores y, en su faceta
negativa, en frenar los otros. Bien entendida, la reflexión es el primero de
los medios de esta acción positiva.
Mucho más, pero que mucho más que un ratón de biblioteca,
más que un almacén viviente de hechos y de datos, de nombres y de textos, el
hombre de cultura debe ser un pensador. Y para el pensador el libro principal
es la realidad que tiene ante los ojos; el autor más consultado es esa misma
realidad y los otros autores y libros serán elementos preciosos, pero
claramente subsidiarios.
Pero la simple reflexión no es suficiente. El hombre no es
puro espíritu.
Merced a una afinidad no solo convencional existe un nexo
entre las realidades superiores, que aprehende en examen con inteligencia, y
los colores, los sonidos, las formas, los aromas que capta con los sentidos. El
esfuerzo cultural es completo cuando el hombre impregna todo su ser, a través
de estos canales sensibles, con los valores que aprehende con su inteligencia.
El canto, la poesía, el arte tienen precisamente este fin.
Y, a través de una esmerada y superior convivencia con lo
bello -la palabra, es obvio, debe ser rectamente entendida- el alma se empapa
completamente de la verdad y del bien. Para que una cultura esté fundada sobre
bases de verdad es preciso que contenga nociones exactas sobre la perfección
del hombre -sea en cuanto a las potencias del alma, sea en cuanto a las
relaciones de ésta con el cuerpo-, los medios con los cuales debe conseguir esta
perfección, los obstáculos que se le oponen, etcétera.
Es evidente que la cultura así concebida debe nutrirse
completamente de la savia doctrinal de la Religión verdadera. De hecho,
corresponde a la Religión enseñar en qué consiste la perfección del hombre, el
camino para lograrla y los obstáculos que se le oponen.
Y Nuestro Señor Jesucristo, personificación inefable de toda
perfección, es por lo tanto la personificación, el sublime modelo, la luz, la
savia, la vida, la gloria, la norma y el esplendor de la cultura auténtica. Lo
que equivale a decir que la cultura auténtica sólo puede fundarse sobre la
verdadera Religión y que, exclusivamente, en la atmósfera espiritual creada por
la convivencia de almas profundamente católicas puede nacer la cultura
perfecta, así como de modo natural, de la atmósfera sana y vigorosa de la alba, se forma el rocío.
Esto también se prueba sobre la base de otras
consideraciones.
Apenas hemos dicho que todo cuanto el hombre ve con los ojos
del cuerop y con los del alma es capaz de influenciarlo. Todas las maravillas
naturales con las que Dios ha colmado el universo existen para que,
contemplándolas, el alma humana se perfeccione.
Pero las realidades que trascienden los sentidos son
intrínsecamente más admirables que las sensibles. Y si la contemplación de una
flor, de una estrella o de una gota de agua puede perfeccionar al hombre, ¡cuánto
más podrá perfeccionarlo la contemplación de cuanto la Iglesia enseña sobre
Dios, sobre sus ángeles, sobre sus santos, sobre el Paraíso, la gracia, la
eternidad, la Providencia, el infierno, el mal, el demonio y tantas otras
verdades!
La imagen del Cielo sobre la tierra es la Santa Iglesia, la
obra maestra de Dios.
La contemplación de la Iglesia, de sus Dogmas, de sus
Sacramentos, de sus Instituciones, es por eso mismo un elevadísimo elemento de
perfeccionamiento humano.
Un hombre que, habiendo nacido en las galerías de cualquier
yacimiento minero, no hubiese visto nunca la luz del día, estaría por ello
falto de un elemento de enriquecimiento cultural precioso y, tal vez,
fundamental. Pero mucho más pierde, desde el punto de vista cultural, el hombre
que no conoce la Iglesia, puesto que, compara la Iglesia con el sol, el sol no
sería más una pálida figura en el sentido más estricto del apelativo.
Pero más todavía. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo.
Por ella circula la gracia, que nos viene de la Redención infinitamente
preciosa de Nuestro Señor Jesucristo. Por la gracia el hombre ha sido elevado a
la participación en la vida misma de la Santísima Trinidad. Baste decir esto
para afirmar el incomparable elemento de cultura que la Iglesia nos otorga al
abrirnos las puertas del orden sobrenatural.
El más alto ideal de cultura está, por lo tanto, contenido
en la Santa Iglesia de Dios.
¿Puede el hombre, fuera de la Iglesia, elaborar una
auténtica cultura?
Distingamos. Nadie podría aseverar que los egipcios, los
griegos, los chinos no hayan poseído auténticos y admirables elementos de
cultura. Pero es innegable que la cristianización del mundo clásico ha
proporcionado a esos valores culturales muchos valores más elevados.
Santo Tomás enseña que la inteligencia humana puede, de
suyo, conocer los principios de la Ley moral, pero que, a consecuencia del
pecado original, los hombres nos desviamos con facilidad del conocimiento de
esta ley, por eso se hizo necesaria la revelación de los Diez Mandamientos.
De un lado digamos que, sin el auxilio de la gracia, nadie
puede practicar duraderamente la Ley en su integridad. Y, aunque la gracia se
da a todos los hombres, sabemos que en los pueblos católicos, con la
sobreabundancia de la gracia que han recibido de la Iglesia, son aquellos que capaces
de practicar todos los Mandamientos.
Por otro lado, una sociedad humana se halla en condiciones
normales sólo cuando la mayoría de sus miembros observa la ley natural. Y se
sigue de ahí que, aunque en los pueblos no católicos pueda haber productos
culturales admirables, siempre estarán
gravemente faltos en algunos puntos capitales; lo que elimina de su
cultura el carácter integral y la plena conformidad a la regla, presupuesto
necesario de todo cuanto es excelente o bien simplemente normal.
La cultura auténtica y perfecta se halla solamente en la Iglesia.
Plinio Corrêa de Oliveira
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