martes, 31 de julio de 2012

CONSIDERACIONES SOBRE LA CULTURA CATÓLICA

¿Qué es la cultura? A esta pregunta le han sido dadas respuestas muy diferentes, unas inspiradas en la filología, otras en sistemas filosóficos o sociales de todo género.

El enredo de contradicciones nacido alrededor de este término y que también afectan a otro término que le es conexo, el de "civilización", es tal que se han tenido congresos internacionales de expertos y profesores justo para definir el significado. Como suele ocurrir, de tanto discutir no venido la clarificación...


No sería hacedero, en la brevedad de esta conferencia, enunciar las tesis y los argumentos de las diversas corrientes, después defender nuestra tesis y proveer las razones, por lo tanto hay que tratar de la cultura católica.

Sin embargo, podemos examinar seriamente el argumento, tomando la palabra "cultura" en los mil sentidos de que se reviste en el lenguaje de tantos pueblos, clases sociales y escuelas de pensamiento, y empezar con ello a demostrar que, en todas estas acepciones, la "cultura" siempre contiene un elemento de base invariable: el perfeccionamiento del espíritu humano.

En el centro de la noción de perfeccionamiento está la idea de que todo hombre tiene en su propio espíritu la capacidad de desarrollo y represión de sus defectos. El perfeccionamiento presenta por lo tanto dos aspectos: uno positivo, que significa crecimiento de cuanto es bueno; y otro negativo, o sea, la poda de cuanto es malo.

Muchos modos de pensar y de sentir corrientes, relativos a la cultura, se explican en relación a este principio. Así, no tenemos dudas en reconocer el carácter de institución cultural a una universidad, a una escuela de música o de teatro, incluso a una sociedad destinada a la promoción del ajedrez o de la filatelia. Estos organismos o grupos sociales tienen como objetivo directo el perfeccionamiento del espíritu o, al menos, tienen sus miras, de por sí, puestas a fin de perfeccionar el espíritu.

No obstante, pudiéramos concebir una universidad, o cualquier otra institución cultural, que laborara virtualmente contra la cultura. Eso se produce cuando, a causa de errores de cualquier orden, su obra deforma los espíritus. Por ejemplo, se podría hacer esta afirmación a propósito de ciertas escuelas que, arrastradas por un excesivo entusiasmo por la técnica, inculcan en sus propios alumnos el desdén por todo cuanto es filosófico o artístico.

Un espíritu que adore la mecánica como valor supremo y haga de ésta el único firmamento del alma, que niegue toda certeza que no posea la evidencia de los experimentos de laboratorio y refute desdeñosamente todo cuanto es bello, es indudablemente un espíritu deformado. Del mismo modo estaría deformado un espíritu que, movido por un apetito filosófico desmedido, negase cualquier valor a la música, al arte, a la poesía o incluso a cualquier otra actividad que, por modesta que sea, exija inteligencia y cultura, como podría ser la mecánica. Y pudiéramos decir que aquella universidad en la que se dirigiera a sus alumnos por alguna de estas falsas orientaciones, es una universidad que ejerce una acción anti-cultural, o difusora de una falsa cultura.

En la acepción corriente, se reconoce que la esgrima es un ejercicio de un cierto valor cultural, pues requiere cualidades como la destreza física, la prontitud de espíritu, la elegancia. Pero el sentido común se resiste a reconocerle carácter cultural al pugilismo, pues algo contiene en sí el boxeo que degrada el espíritu, dado que su fin es golpear fuerte y brutalmente el rostro del hombre. 



En todas estas acepciones y, también en tantas otras, el lenguaje corriente incluye en la noción de cultura la idea de perfeccionamiento espiritual.

A primera vista está menos claro, en la concepción general, la distinción entre instrucción y cultura. Empero, analizada adecuadamente la cosa, se ve que existe una distinción tal y que descansa sobre un fundamento sólido.

De una persona que ha leído mucho se dice que es muy culta, al menos si la comparamos con otra que ha leído poco. Y, entre dos personas que han leído mucho, se presume que aquella que ha leído más sea la más culta de ambas.

Dado que la instrucción, de suyo, perfecciona el espíritu, es natural que, salvas razones en contra, reputemos como más culto a aquel que tiene más lecturas. El peligro de un error en este argumento brota del hecho de que mucha gente sin percatarse simplifica la noción y llegan a considerar la cultura como una simple resultante de la cantidad de libros leídos. Error evidente; pues la lectura es ventajosa no tanto en función de la cantidad como de la calidad de los libros leídos y, sobre todo, de la cualidad de quien los lee, y del modo como se leen. En otras palabras, la lectura puede hacer hombres instruidos: tomemos en esta coyuntura la palabra "instrucción" en el sentido de simple información.

Una persona que ha leído mucho, una persona muy instruida, estará por ello mismo informada de muchos hechos y de nociones de interés científico, histórico o artístico, pero todavía puede ser menos culta que otra con un caudal de información menor. La instrucción perfecciona el espíritu en toda la medida de lo posible solo cuando es secundada por una asimilación profunda, resultante de una cuidada reflexión. Y por eso: quien ha leído poco, pero ha asimilado mucho, es más culto que quien ha leído mucho, pero ha asimilado poco. Por regla general, valga el ejemplo, un guía de museo es una persona muy instruida sobre los objetos que debe mostrar al visitante. Pero no es raro que sea poco culto: se limita a aprender de memoria, pero no busca asimilar.

Todo cuanto el hombre aprende con los sentidos o con la inteligencia ejerce un efecto sobre las potencias de su alma. De este efecto una persona puede, más o menos, liberarse (incluso podría liberarse completamente, según los casos), pero, de suyo, todo aprendizaje tiende a ejercer sobre la persona un efecto.

Como hemos dicho ya, la acción cultural consiste, en su faceta positiva, en acentuar todos los efectos perfeccionadores y, en su faceta negativa, en frenar los otros. Bien entendida, la reflexión es el primero de los medios de esta acción positiva.

Mucho más, pero que mucho más que un ratón de biblioteca, más que un almacén viviente de hechos y de datos, de nombres y de textos, el hombre de cultura debe ser un pensador. Y para el pensador el libro principal es la realidad que tiene ante los ojos; el autor más consultado es esa misma realidad y los otros autores y libros serán elementos preciosos, pero claramente subsidiarios.

Pero la simple reflexión no es suficiente. El hombre no es puro espíritu.

Merced a una afinidad no solo convencional existe un nexo entre las realidades superiores, que aprehende en examen con inteligencia, y los colores, los sonidos, las formas, los aromas que capta con los sentidos. El esfuerzo cultural es completo cuando el hombre impregna todo su ser, a través de estos canales sensibles, con los valores que aprehende con su inteligencia.

El canto, la poesía, el arte tienen precisamente este fin.



Y, a través de una esmerada y superior convivencia con lo bello -la palabra, es obvio, debe ser rectamente entendida- el alma se empapa completamente de la verdad y del bien. Para que una cultura esté fundada sobre bases de verdad es preciso que contenga nociones exactas sobre la perfección del hombre -sea en cuanto a las potencias del alma, sea en cuanto a las relaciones de ésta con el cuerpo-, los medios con los cuales debe conseguir esta perfección, los obstáculos que se le oponen, etcétera.

Es evidente que la cultura así concebida debe nutrirse completamente de la savia doctrinal de la Religión verdadera. De hecho, corresponde a la Religión enseñar en qué consiste la perfección del hombre, el camino para lograrla y los obstáculos que se le oponen.

Y Nuestro Señor Jesucristo, personificación inefable de toda perfección, es por lo tanto la personificación, el sublime modelo, la luz, la savia, la vida, la gloria, la norma y el esplendor de la cultura auténtica. Lo que equivale a decir que la cultura auténtica sólo puede fundarse sobre la verdadera Religión y que, exclusivamente, en la atmósfera espiritual creada por la convivencia de almas profundamente católicas puede nacer la cultura perfecta, así como de modo natural, de la atmósfera sana y vigorosa de la alba, se forma el rocío.

Esto también se prueba sobre la base de otras consideraciones.

Apenas hemos dicho que todo cuanto el hombre ve con los ojos del cuerop y con los del alma es capaz de influenciarlo. Todas las maravillas naturales con las que Dios ha colmado el universo existen para que, contemplándolas, el alma humana se perfeccione.

Pero las realidades que trascienden los sentidos son intrínsecamente más admirables que las sensibles. Y si la contemplación de una flor, de una estrella o de una gota de agua puede perfeccionar al hombre, ¡cuánto más podrá perfeccionarlo la contemplación de cuanto la Iglesia enseña sobre Dios, sobre sus ángeles, sobre sus santos, sobre el Paraíso, la gracia, la eternidad, la Providencia, el infierno, el mal, el demonio y tantas otras verdades!

La imagen del Cielo sobre la tierra es la Santa Iglesia, la obra maestra de Dios.

La contemplación de la Iglesia, de sus Dogmas, de sus Sacramentos, de sus Instituciones, es por eso mismo un elevadísimo elemento de perfeccionamiento humano.


Un hombre que, habiendo nacido en las galerías de cualquier yacimiento minero, no hubiese visto nunca la luz del día, estaría por ello falto de un elemento de enriquecimiento cultural precioso y, tal vez, fundamental. Pero mucho más pierde, desde el punto de vista cultural, el hombre que no conoce la Iglesia, puesto que, compara la Iglesia con el sol, el sol no sería más una pálida figura en el sentido más estricto del apelativo.

Pero más todavía. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Por ella circula la gracia, que nos viene de la Redención infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo. Por la gracia el hombre ha sido elevado a la participación en la vida misma de la Santísima Trinidad. Baste decir esto para afirmar el incomparable elemento de cultura que la Iglesia nos otorga al abrirnos las puertas del orden sobrenatural.



El más alto ideal de cultura está, por lo tanto, contenido en la Santa Iglesia de Dios.

¿Puede el hombre, fuera de la Iglesia, elaborar una auténtica cultura?

Distingamos. Nadie podría aseverar que los egipcios, los griegos, los chinos no hayan poseído auténticos y admirables elementos de cultura. Pero es innegable que la cristianización del mundo clásico ha proporcionado a esos valores culturales muchos valores más elevados.

Santo Tomás enseña que la inteligencia humana puede, de suyo, conocer los principios de la Ley moral, pero que, a consecuencia del pecado original, los hombres nos desviamos con facilidad del conocimiento de esta ley, por eso se hizo necesaria la revelación de los Diez Mandamientos.

De un lado digamos que, sin el auxilio de la gracia, nadie puede practicar duraderamente la Ley en su integridad. Y, aunque la gracia se da a todos los hombres, sabemos que en los pueblos católicos, con la sobreabundancia de la gracia que han recibido de la Iglesia, son aquellos que capaces de practicar todos los Mandamientos.

Por otro lado, una sociedad humana se halla en condiciones normales sólo cuando la mayoría de sus miembros observa la ley natural. Y se sigue de ahí que, aunque en los pueblos no católicos pueda haber productos culturales admirables, siempre estarán  gravemente faltos en algunos puntos capitales; lo que elimina de su cultura el carácter integral y la plena conformidad a la regla, presupuesto necesario de todo cuanto es excelente o bien simplemente normal.

La cultura auténtica y perfecta se halla solamente en la Iglesia.

Plinio Corrêa de Oliveira

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