de Antonio Ucciardo
El paso del ciclón Sandy ha dejado tras de sí diversas imágenes. Muchas
han sido tomadas con los objetivos y las cámaras televisivas. Ninguna,
probablemente, tendrá jamás la intensidad de aquellas que se han fijado en los ojos de quien ha vivido momentos de miedo y sufrimiento. Más que ninguna otra, una
me ha impresionado. Es la de una estatua de la Virgen
Inmaculada, una de las imágenes más difundidas en la Cristiandad. Para ser precisos se trata de la Virgen de la Medalla Milagrosa, tal y como se le mostró a Santa Catalina Labouré en el París de 1830. Ninguna relación entre el ciclón y la remota aparición. En cambio, alguna relación sí que hay entre París y Nueva York, la metrópoli que se ha convertido en el mismo emblema de este singular acontecimiento atmosférico. De la capital francesa, de hecho, llegó la Estatua de la Libertad, regalada a los Estados Unidos para conmemorar el primer centenario de su
independencia. Es menos conocido tal vez el hecho de que la Estatua
ensalzara, desde que se ideó, la libertad de la República de Francia.
Sin embargo, estamos todavía en la segunda mitad del ochocientos, en la época
del gran progreso industrial. Por aquellas fechas el mismo París estará dominado por la Torre concebida como presentación de la gran Exposición que celebraba el primer centenario de la Revolución. Al ingeniero Eiffel
se debe, entre otros, la construción de la estructura interna de la Estatua, sobre
el pedestal en que fue puesta después una lápida con esta leyenda: "Dadme a los que están exhaustos, a los pobres, a las masas hacinadas que anhelan respirar libres, a los míseros rechazados de vuestras rebosantes costas. Mandadme a quienes no tienen casa, sacudidos por las tempestades, yo elevo la antorcha al lado de la puerta de oro".
¿Qué sucedía en Francia por aquellos años en que tanto se exaltaba la libertad? El intento de restaurar la Monarquía había encontrado la oposición de
las masas, coaligadas en aquel movimiento que pasará a la historia con el
nombre de "La Commune". El pretexto político no podía dejar de tener
repercusiones religiosas. Lo que a Bakunin le parecía como cimiento del socialismo
revolucionario dejó sobre el campo no pocos muertos. Marx
consideraba: "La París obrera, por su Comuna, será celebrada por siempre como el heraldo
glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen por urna el gran
corazón de la clase obrera. A sus exterminadores la historia ya los ha
clavado en aquella picota eterna de la cual no lograrán rescatarlos todas
las plegarias de sus curas". Y a los curas aquello no les deparó nada bueno. En aquella triste experiencia de socialismo revolucionario los sacerdotes (esto es, la Iglesia) pagaron un muy alto precio, así como aconteció en la Revolución que había clausurado el siglo anterior. Algunos sacerdotes fueron masacrados por las muchedumbres furibundas. El 24 de mayo de 1871 hasta el Arzobispo de París, Monseñor Georges Darboy, fue fusilado.
En la aparición a Santa Catalina Labouré, en la Rue du Bac, la Virgen había anunciado de antemano: "Habrá muertos, el clero de París tendrá víctimas, Monseñor el
arzobispo morirá. Hija mía, la Cruz será despreciada, la arrojarán al
suelo, y entonces correrá la sangre por las calles. Será nuevamente abierta la herida del costado de Nuestro Señor. Vendrá el momento en el cual el
peligro será tan grave que hará creer que todo está perdido. Hija mía,
todo el mundo estará en la tristeza. ¡Pero tened confianza! Justo entonces yo estaré con vosotros; habrá manera de reconocer mi visita" (19 de Julio de 1830). Después, cuando le fue mostrada a la vidente la imagen que la Virgen mandó que se acuñara en
las medallas, aparecía también una inscripción orlando a la Virgen: "Oh, María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos" (27
de noviembre de 1830).
Francia, la libertad, el progreso... Lourdes está todavía lejos (nótese, no obstante, la alusión al misterio de la Inmaculada Concepción). Primero la Virgen se mostrará, doliente, en La Salette (1846). Más tarde,
trece años después de Massabielle, al calor de aquéllos trágicos acontecimientos, en
Pontmain (1871). Sin embargo un hilo engarza estas apariciones, sobre idéntico escenario de acontecimientos que se manifestarán como un auténtico
ciclón que se abatía sobre la católica Francia y sobre Europa.
No
sabemos si el cielo, de alguna manera, también haya hablado a través de esta
estatua que la furia del Sandy no ha podido derribar. Ella ha quedado
allí, en su hornacina dorada. No queremos ver ninguna ligazón con
situaciones políticas o sociales, sino sólo una presencia en la
furia devastadora de la naturaleza. Como para recordar que el hombre está
impotente ante los fenómenos naturales, por más que se crea omnipotente sobre la pendiente abajo de un progreso moral que termina, inevitablemente, por
embrutecerlo. No siempre es la libertad lo que quiere poner como fundamento
de la sociedad. María nos recuerda que los deseos expresados bajo la Estatua de la Libertad no pueden convivir con la
libertad de Dios, con la miseria moral, con la destrucción sistemática
de la vivienda en que el hombre tiene que habitar. Nuevas muchedumbres de hombres se mueven a la búsqueda de un lugar seguro. Son
los incontables exiliados de la expropiación que el hombre hace
de sí mismo en esta nuestra sociedad líquida, los hijos inconscientes de
aquel nuevo pecado que es el de pueblos enteros. Tal vez no sea un casual, en
los caminos inescrutables de Dios, que esta imagen haya permanecido y,
precisamente, en el distrito neoyorkino de Queens; un distrito así llamado porque, cuando fue instaurado el Condado del mismo nombre, el año 1683, era reina consorte de
Inglaterra la católica Catalina de Braganza, que hubo de sufrir no poco
por su fe y por tener a su lado a un marido asaz libertino. La
Libertad, soberana terrenal que a menudo siembra muerte en nombre del
progreso, no está lejos, en esta porción de América, de la Soberana del
Cielo y la Tierra, cuyas manos están abiertas para todos. También para quien
ha olvidado la Realeza de Cristo y deambula, exiliado, frente al desastre provocado por un ciclón cultural que se abate en dosis pequeñas,
continuas, enmascaradas de civilización. Nos conforta aquella presencia
maternal y reconocer, con Jean Guitton, que "por mucho que se pueda
prever, el plan divino es dejar hacer a la libertad humana la
experiencia amarga de sus frutos de catástrofe, para intervenir en el
último acto, en el último momento, con un arca, un arcoiris, un acontecimiento,
una salvación imprevista".
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