"Cruceros de Roncesvalles", fotografía de D. José Ortiz de Echagüe

miércoles, 17 de octubre de 2012

CATEQUESIS DE BENEDICTO XVI SOBRE SAN JUAN CLÍMACO





Queridos hermanos y hermanas:

Después de veinte catequesis dedicadas al Apóstol Pablo, quisiera hoy reanudar la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y de Occidente en la Edad Media. Y propongo la figura de Juan llamado Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata del título de su obra principal en la que describe la escalada de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el 575. Su vida tuvo lugar en los años en que Bizancio, capital del Imperio Romano de Oriente, conoció la mayor crisis de su historia. De repente el marco geográfico del imperio mudó y la avalancha de las invasiones bárbaras hizo que sucumbieran todas sus estructuras. Quedó sólo la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó con su acción misionera, humana y sociocultural, especialmente a través de la red de los monasterios, en los que operaban grandes personalidades religiosas, como era precisamente la de Juan Clímaco.

Juan vivió entre las montañas del Sinaí, allí donde Moisés halló a Dios y Elías escuchó su voz, y Juan narró sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias de él en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raito: a los dieciséis años Juan, monje en el monte Sinaí, se convirtió en discípulo del abad Martirio, un "anciano", es decir, un "sabio". Hacia los veinte años eligió vivir como eremita en una gruta a los pies de un monte, en la localidad de Tola, a ocho kilómetros al pie del actual monasterio de Santa Catalina. Pero la soledad no le impidió encontrar a personas deseosas de tener una guía espiritual, ni visitar algunos monasterios próximos a Alejandría. Su retiro eremítico, efectivamente, más allá de ser una fuga del mundo y de la realidad humana, le llevó a un ardiente amor por los demás (Vida 5) y por Dios (Vida 7).

Después de cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor de Dios y del prójimo, años en los que lloró, rezó y luchó contra los demonios, fue nombrado higúmeno (superior, n.d.t.) del gran monasterio del Monte Sinaí y retornó de esta guisa a la vida cenobítica, en el monasterio. Empero unos años con anterioridad a su fallecimiento, nostálgico de la vida eremítica, pasó al hermano, monje del mismo monasterio, la guía de la comunidad. Murió después del año 650. La vida de Juan se desenvuelve entre dos montañas: el Sinaí y el Tabor; y verdaderamente puede decirse de él que desprende la luz que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los apóstoles en el Tabor.

Se hizo famoso, como ya he dicho, por su obra "La Escala" (klímax), llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88,632-1164). Compuesta a instancias de las reiteradas peticiones del higúmeno del vecino monasterio de Raito, cerca del Sinaí; la Escala es un tratado completo de la vida espiritual, en el que Juan describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que -según este libro- tiene que recorrer treinta escalones, cada uno de los cuales está unido con el siguiente. El camino puede resumirse en tres fases sucesivas: la primera muestra la ruptura con el mundo a fin de retornar al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por lo tanto, no es la ruptura, sino la unión con lo que Jesús ha dicho: la vuelta a la verdadera infancia en sentido espiritual, el volver a ser como niños. Juan comenta: un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cfr 1 Cor 3,1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién nacidos físicamente" (1,20; 636). El alejamiento voluntario de las personas y lugares queridos permite al alma entrar en comunión más íntima con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia, que es el camino a la humildad a través de las humillaciones -que no faltarán nunca- de parte de los hermanos. Juan comenta: "Bienaventurado aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor: será colocado a la derecha del Crucificado" (4,37; 704).





La segunda etapa del camino está constituida por el combate espiritual contra las pasiones. Cada escalón de la escala está unido con una pasión principal, que es definida y diagnosticada, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El conjunto de estos escalones forma sin duda el más importante tratado de estrategia espiritual que poseemos. La lucha contra las pasiones se reviste de positividad -no se ve como una cosa negativa- gracias a la imagen del "fuego" del Espíritu Santo: "Todos aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cfr 1 Tm 6,12), dura y ardua, [...], deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente desean que el fuego inmaterial habite en ellos" (1,18; 636). El fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del Espíritu Santo asegura la victoria. Pero, según Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo son por el mal uso que de ellas hace la libertad del hombre. Si son purgadas, las pasiones franquean al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, "si han recibido del Creador un orden y un principio..., el límite de la virtud no tiene fin" (26/2,37; 1068).

La última fase del camino es la perfección cristiana que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual, experimentables por los "hesicastas", los solitarios, que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero son estadios también accesibles a los cenobitas más fervientes. De los tres primeros -sencillez, humildad y discernimiento- Juan, acorde con los Padres del desierto, considera más importante este último, es decir: la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, de hecho todo depende de motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el "sentido del corazón", dones de Dios: "Como guía y regla de todas las cosas, después de Dios, debemos seguir a nuestra conciencia" (26/1,5;1013). De esta forma se llega al sosiego del alma, la hesiquía, merced a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.

El estado de quietud, de paz interior, dispone al hesicasta para la oración, que en Juan es doble: la "oración corpórea" y la "oración del corazón". La primera es propia de quien debe hacerse ayudar por posturas del cuerpo: extender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15,26; 900); la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corpórea. En Juan ésta toma el nombre de "oración de Jesús" (Iesoû euché), y está constituida por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: "La memoria de Jesús se hace una con tu respiración, y entonces descubrirás la verdad de la hesiquía", de la paz interior (27/2,26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo, simplemente la palabra "Jesús" se convierte en una sola cosa con nuestra respiración.

El último peldaño de la escala (30), lleno de la "sobria ebriedad del Espíritu" se dedica a la suprema "trinidad de las virtudes": la fe, la esperanza y, sobre todo, la caridad. De la caridad habla Juan también como éros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y elige una vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la purificación del amor por Dios. La fuerza del amor humano puede ser reorientada a Dios, como sobre el acebuche puede injertarse el olivo bueno (cfr Rm 11,24) (15,66; 893). Juan está convencido de que una experiencia intensa de este éros hace avanzar al alma más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande su poder. Prevalece por tanto la positividad de nuestro camino. Pero la caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: "La fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la caridad... la esperanza es la puerta de la caridad... la ausencia de la esperanza anonada la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas, por ella nos sostenemos en nuestros problemas y gracias a ella estamos rodeados por la misericordia de Dios" (30,16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la síntesis de la obra con palabras que el autor hace proferir al mismo Dios: "Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (San Pablo): Ahora permanecen por tanto estas tres cosas: fe, esperanza y caridad, la más grande de todas es la caridad (1 Cor 13,13)!" (30,18; 1160).




En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un monje ermitaño que vivió hace mil cuatrocientos años, ¿puede hoy decirnos algo a nosotros? El itinerario existencial de un hombre que vivió siempre en la montaña del Sinaí en un tiempo tan remoto, ¿puede ser de actualidad para nosotros? En un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser "no", porque Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica es sólo un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano. Presenta, por así decirlo, en letras grandes lo que nosotros escribimos día a día con letra pequeña. Se trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección. Para mí es particularmente importante el hecho de que la cima de la escala, los últimos peldaños, sean a la vez las virtudes fundamentales, las iniciales, más sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. No son virtudes accesibles sólo a los héroes morales, sino que son don de Dios para todos los bautizados: en ellas también crece nuestra vida. El inicio es también el final, el punto de partida es también el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está presente la escalada. Fundamentalmente es la fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a la arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar por mí mismo, sin confiarme a otros. Es necesario este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual: es necesario superar la actitud de arrogancia que hace decir: yo soy mejor -en este tiempo mío del siglo XXI- de lo que pudieran saber los de aquel entonces. Es menester, en vez de eso, confiarse solamente a la Sagrada Escritura, a la Palabra del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para penetrar de ese modo en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta forma nuestra alma crece, crece la sensibilidad del corazón hacia Dios. Justamente dice Juan Clímaco que sólo la esperanza nos hace capaces de vivir la caridad. La esperanza en la que trascendemos las cosas de cada día, no esperamos el éxito de cada una de nuestras jornadas terrenas, sino que esperamos finalmente la revelación de Dios mismo. Sólo en esta expansión de nuestra alma, en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar los cansancios y desilusiones de cada día, podemos ser buenos con los demás sin esperar recompensa. Solo si Dios existe, esta gran esperanza a la que tiendo, puedo cada día dar los pequeños pasos de mi vida y así aprender la caridad. En la caridad se esconde el misterio de la oración, del conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla que sólo tiende a tocar el corazón del Divino Maestro. Y así se abre el propio corazón, se aprende de Él su misma bondad, su amor. Usemos por tanto esta "escala" de la fe, de la esperanza y de la caridad, y llegaremos así a la vida verdadera.

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Durante la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 11 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Es la catequesis que Benedicto XVI ofreció durante la audiencia general a los peregrinos congregados en el Aula Pablo VI.

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