Cuando se entra en el Salón de los Espejos de Versalles lo que impacta, a primera vista, es la grandeza.
El pavimento es inmenso y, sobre su superficie lisa, la luz que entra de muchas partes parece encontrar campo expedito y libre para sus múltiples y polimorfos juegos. La largura y altura de las paredes se ven acentuadas por los arcos altos y estrechos que se asoman sobre la vastedad del parque a un lado y al otro están exornadas por espejos, cuyos reflejos amplían todavía más las perspectivas. La techumbre convexa, en la riqueza exuberante de su policromía, ostenta un tan gran número de figuras alegóricas que hace resaltar aún más la vastedad del conjunto.
Empero, a esta primera impresión le sobreviene súbitamente otra que se le añade: la proporción. Una proporción admirablemente armoniosa entre altura, largura y anchura del Salón. Una proporción igualmente armónica entre los diversos elementos decorativos de la pared que se ve en el fondo: el arco está en relación perfecta con el techo convexo, con la largura y altura del Salón. Los paneles que flanquean el arco están cabalmente proporcionados con las correspondientes paredes. Los candelabros no podían ser más apropiados. La lámpara de la sala contigua, que puede entreverse al fondo, tiene precisamente la dimensión precisa para ser vista a través del vano del arco. Similares observaciones podrían hacerse sobre cada uno de los múltiples elementos ornamentales que decoran la galería.
Una misma armonía fuerte, diríase que casi inflexible, penetra, ordena, triunfa en todo, sometiendo todas las formas, todas las líneas, todos los colores al dominio de un gran concepto central, que reina y refulge hasta en los más insignificantes detalles. Es un concepto pleno de tamaño, de coherencia, de vigor, de gracia y de amenidad, una imagen fiel de la idea que el absolutismo tenía del orden temporal: una relación armónica de todas las cosas, constituida y mantenida por el imperio de la voluntad fuerte, prudente, paternal y siempre invencible del Rey.
Esta armonía tiene algo no solo de triunfante, sino también de alegre. La sala está hecha para la gloria y el placer. Ella contiene en sí la fisonomía de una sociedad que creyó haber adquirido su perfecta estabilidad reposando sobre la voluntad del Rey como en su normal centro de gravedad. Y con la estabilidad la despreocupación, la abundancia, el bienestar perfecto de la vida terrenal.
Un bienestar terrenal -hagamos justicia- que es espiritual al más alto nivel. Todo el placer que esta sala puede dar se dirige ante todo al goce del alma y en este sentido despierta, nutre lo que existe de más noble. El ambiente dignifica y hace que el hombre se sienta tal y como verdaderamente es: el rey de la naturaleza.
Bienestar terrenal, gloria terrenal, placer terreno, orden natural: todo esto se expresa con admirable claridad e inteligencia en este Salón. La naturaleza ha sido creada por Dios y es buena y hermosa en sí. Esta bondad y belleza de la vida terrena, simplemente natural, puede y tiene que ser reconocida por el artista o bien por el pensador católico.
¿Pero sólo esto le basta? ¿Dónde está la idea del pecado original, de la lucha entre el bien y el mal, la necesidad de la mortificación, de la muerte, y, allende la muerte, el infierno o el Cielo? ¿Dónde está la idea de un Redentor que ha padecido y muerto por nosotros en un océano de dolores indecibles? ¿Dónde están todos los valores de la Revelación y la Redención, tan presentes y tan vivos en el arte medieval? ¿Dónde está, en una palabra, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo?
Y justo por esto, por cuanto se reconocen en este ambiente maravillosas cualidades del alma, las mismas cualidades contra las cuales se sublevó la Revolución de 1789, si lo comparamos con el gótico tenemos que reconocer que en este se aprecia mucho más el soplo del pensamiento pagano que el signo del Santo Bautismo.
Los hombres que bailaron en el Salón de los Espejos rezaban en la Capilla del Palacio de Versalles. ¿Se podría decir que era ésta una prolongación, un complemento de aquél? El tema de las pinturas es religioso; pero las actitudes, las hechuras, la expresión de los santos son más cercanas a las de los dioses mitológicos del Salón de los Espejos. Los arcos, las columnas tienen algo de pomposo y festivo. Todo desprende corrección natural, orden y dignidad, pero nada expresa misticismo -en el buen sentido de la palabra, ciertamente- ni fervor sobrenatural. Parece una capilla de hombres felices y autosuficientes que no desean nada más que una vida terrena próspera, y que van allí para ver a Dios como un simple deber de gentil cortesía. Nada parece dispuesto para crear un ambiente para la oración de hombres dolientes, en lucha contra el mundo, el demonio y la carne, y ansiosos del Cielo.
El naturalismo de la época ha marcado su influencia en estos dos ejemplos no sólo en la vida temporal, sino también en la espiritual.
(Plinio Corrêa de Oliveira - de la traducción italiana de “Catolicismo”, Enero de 1953, www.catolicismo.com.br)
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