Pío IX tuvo el mérito de proclamar la primacía de lo
espiritual frente a un mundo que andaba siempre más laicizado, poniendo la figura de María
Santísima como centro de toda atención. En la cara de una sociedad que anhelaba
"liberarse" de la "opresión" del antiguo régimen a raíz de
la libertad y de la razón, este dogma proclamó la santidad de su excelsa santidad
de Aquella que, movida por la virtud de la humildad, se hizo esclava del Señor.
Con ocasión del primer aniversario del dogma en 1954,
proclamado Año Jubilar Mariano por el Papa Pío XII, el prof. Plinio Corrêa de
Oliveira escribió un artículo que remarcaba un aspecto capital, aunque, por lo
común, no siempre puesto en evidencia: su carácter profético como vaticinio de
la era del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
APUNTES PARA UNA SOCIOLOGÍA VERDADERAMENTE CATÓLICA
Plinio Corrêa de Oliveira
El Santo Padre Pío XII tuvo la intención de destacar, con un
acto de máxima importancia las manifestaciones de devoción mariana con las que
se edificó la Cristianidad en el curso del Año Jubilar de la Inmaculada
Concepción (1954). Él lo dijo con términos explícitos: "Como para coronar
todos estos testimonios de nuestra devoción mariano, (...) para concluir alegremente
el Año Mariano apenas acabado, (...) hemos decidido establecer la fiesta de la Santísima
Virgen María María, Reina."
De la importancia de este acto habla el mismo Pontífice
cuando declara que "este gesto lleva consigo la gran esperanza de que
pueda surgir un nueva era, alegrada por la paz cristiana y del triunfo de la
Religión."
El Pontífice incluso dijo que tal esperanza tiene razones
muy serias y profundas: "Adquirimos
la convicción, después de maduradas y ponderadas reflexiones, de que sobrevendrán grandes
ventajas para la Iglesia" si la Realeza de Maria "sólidamente
demostrada, resplandeciera con mayor evidencia a los ojos de todos, como luz
más radiante puesta sobre el candelabro." Bien entendido, esta gracia que
se dirige al corazón del hombre tiene que reformar su alma: "En el culto y
a imitación de uno tan grande Reina los cristianos se sentirán por fin
realmente hermanos y, dominada la envidia y los inmoderados deseos de riqueza,
promoverán el amor social, se respetarán los derechos de los pobres y amarán la
paz."
No se trata tanto de promover un movimiento mariano
puramente externo y formal, como de llamar a las almas a una colaboración seria
y eficaz con las gracias que recibirán de la Madre: "Nadie, pues, se crea
a hijo de Maria, digno de ser acogido bajo su poderosísima tutela, si no sigue
su ejemplo, mostrándose humilde, justo y casto, sin lesionar o perjudicar,
ayudando y confortando."
Estas palabras del Pontífice merecen la más cuidadosa
meditación.
De un lado, Su Santidad habla contra la envidia: alusión
evidente al comportamiento deenteras masas de hombres que, a veces por injustas provocaciones
amargados y, principalmente, envenenados por los principios demagógicos de la
Revolución francesa y del comunismo, sólo odian a los ricos porque les envidian
los bienes. Y desean destruir toda jerarquía social.
El Santo Padre habla incluso del deseo desmedido de
riquezas. Éste es un mal que atormenta a todos o a casi todas las naciones de
la tierra. Los potentados de la industria y del comercio, acumulando en sus
manos inmensas fortunas -contra las cuales los patrimonios de las aristocracias
del pasado sería casi insignificante- transformaron la economía en un reino
cerrado, donde se decidirá el alza y la baja de los precios, la circulación y
el empleo de las riquezas. A veces oprimen al Estado, a veces son oprimidos por
el mismo Estado cuando sube la ola de la demagogia. Y así la sociedad se ve
cada vez siempre más constreñida entre las dos formas más o veladas de la
dictadura: aquella de la oligarquía financiera y aquella de la masa.
De ésto sólo puede suceder el estrangulamiento de las
auténticas elites sociales e intelectuales, la opresión del trabajador pacífico y
concienzudo, la disminución de la pequeña y mediana burguesía. El miserable fenómeno de la
lucha de clase, en lo que tiene de 0más falso y peor -camarillas de
sanguijuelas de la economía y de vulgares demagogos- devora lo que existe en la
sociedad, a todos los niveles, de más auténtico y excelente. ¿Quién no podría
percatarse de cuánto de opuesto tiene todo esto al "amor social" del
que nos habla el Pontífice?
Para proteger la sociedad de este sojuzgamiento de los
peores sobre los mejores, el Pontífice proclama en el mundo la Realeza de Maria. Esta
reforma social es ciertamente una obra ingente. Tanto más cuanto el Sumo Pontífice
Piadoso XII la sitúa esencialmente en términos de reforma moral.
Pero María tiene un inmenso poder sobre el alma humana, y a
Ella deben acercarse los los hombres no sólo "pedir ayuda en la adversidad, luz
en las tinieblas, confortación en el dolor y las lágrimas", sino también
"para implorar la gracia que vale más que cualquier otra cosa", a fin
de "liberarse de la esclavitud del pecado."
La proclamación de la soberanía de Maria en la encíclica
"A Caeli Reginam", la institución de su fiesta anual el 31 de mayo,
la coronación de la imagen de la Virgen Salus Populi Romani realizada por el
mismo Pontífice, todo esto puede, pues, y tiene que servir de punto de salida
para una nueva era histórica: la era de la Realeza de Maria.
Con la prudencia que caracteriza a la Santa Iglesia, la
encíclica "Ad Coeli Reginam" funda la dignidad real de María en
argumentos basados solo en temas teológicos.
No sería superficial, mientras tanto, recordar que este gran
día de la proclamación de la Realeza Universal de Maria, y la esperanza de una era de
triunfos y de gloria para la Religión, es el objeto de los anhelos de las almas más
devotas desde hace siglos.
Uno de los hechos más importantes de la historia de la
Iglesia ya desde el protestantismo fue indudablemente la difusión de la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Aunque esta devoción no fuera desconocida
por los santos anteriores, su propagación tuvo como punto de partida las
revelaciones recibidas por Santa María Margarita Alacoque en Paray-la-Monial en
el siglo XVII, y se acentuó en las generaciones siguientes hasta alcanzar su
apogeo al principio de este siglo.
Al lado de esta devoción, otra gran corriente tuvo principio
también en Francia y fue ella la esclavitud de amor a la Virgen, del que fue su
máximo doctor San Luis María Grignon de Montfort, con su "Tratado de la
verdadera devoción a la Virgen Maria". El punto de conjunción, si así
pudiera decirse, de cosas sustancialmente unidas -de estos dos grandes manantiales
de gracias- fue la devoción al Inmaculado Corazón de Maria, del que fue su doctor
y máximo predicador un gran santo español, Antonio María Claret, que en el
siglo pasado fundó la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado
Corazón de María, conocidos como los claretianos.
Los santos que más se han distinguido en la enseñanza de la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús también escribieron palabras impregnadas
de esperanza en la victoria de la Realeza de Jesucristo, después de los días
difíciles en que vivimos. Rogar para que esta victoria fuese uno de los
objetivos de los verdaderos católicos de todo el mundo. Por otra parte, los escritos
de San Luis Grignon de Montfort, están llenos de destellos proféticos (usamos
esa palabra con las precauciones del buen lenguaje católico) sobre la Realeza
de la Santísima Virgen María, como el final catastrófico de la época iniciada
con la pseudo-Reforma protestante.
La Realeza de Jesucristo y la Realeza de la Santísima Virgen
María no son cosas diferentes.
El reinado de María no es otra cosa que un medio -o más bien
el medio- para el cumplimiento de la Realeza de Jesucristo. El Corazón de Jesús
reina y triunfa en el reino y el triunfo del Corazón Inmaculado de María. El
reino y el triunfo del Inmaculado Corazón de María no son sino la realización
del triunfo y el Reino del Corazón de Jesús. Por lo que estas dos grandes
fuentes de la devoción, nacidas poco después del protestantismo, caminando
hacia el mismo objetivo, la preparación del mismo hecho: la Realeza de Jesús y
María en una nueva era histórica.
Estas consideraciones no pueden ser extrañas a lo que los
pastorcitos escucharon del
Inmaculado Corazón de María en Fátima. La Virgen les puso
bien clara la alternativa entre una época de fe y de paz, en el caso de ser
atendidas sus admonitorias solicitudes... O una época de persecuciones, en el
caso de no ser atendidos sus requerimientos.
Como condición para esta época de fe y de paz, la Señora
indicó principalmente la
consagración del mundo a su Inmaculado Corazón y la
conversión de la vida. Viendo que el Santo Padre Pío XII, que ya había
consagrado Rusia y el mundo al Inmaculado Corazón de María, dispone que sea
obligatoria tal consagración todos los años en la fiesta de la Realeza de
María, ¿qué puede escapar a la idea de que el Papa da un importantísimo impulso
a la realización de aquello que tantas y tantas almas piadosas esperaban que se
realizara desde siglos pasados? ¿quién puede dejar de ver que el Pontífice abre
las puertas de la Era de María en la historia del mundo?
En la encíclica "A Diem Illum", por la
conmemoración del cincuentenario de la promulgación del dogma de la Inmaculada
Concepción, San Pío X recordó los frutos admirables que este hecho produjo: los
milagros de Lourdes y la definición de la infalibilidad papal.
En este centenario, ¿menguarán los frutos tal vez? ¡No! La
Providencia quiso que broten de las manos sagradas de Pío XII. Estos frutos
fueron la proclamación del dogma de la Asunción y la proclamación de la Realeza
de María. ¿Qué puede ser más rico, más fecundo y más bello?
(Plinio Corrêa de Oliveira, "Pío XII y la Era de
María", "Catolicismo" diciembre de 1954)
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