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Santa Lucía, Patrona de Siracusa, Fotografía de Giuseppe Marchisello |
Lucía, virgen y mártir, nace en Siracusa, cuando finalizaba el siglo III, en cuna de rica y noble familia. Todavía niña, pierde al padre, quedando bajo la custodia de su madre Eutiquia. Eutiquia sufrió
durante muchos años un flujo de sangre, tan obstinado, que hizo ingentes
gastos para consultar a médicos, sin lograr de ello ningún beneficio. La amorosa hija siempre estuvo a su lado, prestándole los favores más
delicados y los cuidados más cariñosos.
Un día, inspirada por el cielo, le dice: "Madre, si nada nos queda que esperar de los socorros humanos, ¿por qué no vamos a Catania, para implorar la gracia ante el sepulcro de la Beata Águeda? También los ciudadanos de Siracusa se acercan al venerado lugar donde estaba sepultada la mártir catanesa para rogar, muchos afligidos han encontrado la paz, y muchos enfermos la salud. ¡Así que, oh madre, valor y fe!"
En febrero del año 304 madre e hija se acercan a Catania, pasando por aquellos lugares sobre los cuales un día será edificada la ciudad de Carlentini, y aquí -según una piadosa tradición- hicieron estación para descansar. El 5 de febrero, santo día de Santa Águeda, llegan a Catania. Llegadas a la tumba de Santa Águeda, escucharon la lectura del Evangelio de la hemorroísa, la mujer que al tocar el borde del manto de Jesús quedó sana. Lucía le dijo a su madre: "Madre, si vos cree en lo que se está leyendo, también yo creo que Águeda, que ha sufrido por Cristo, puede pedir a Jesús para vos la curación: si quiere, pues, toca con fe su sepulcro y serás sana." Lucía y Eutiquia, acercándose al sepulcro, se hincaron de hinojos, rogando a la mártir entre lágrimas. Mientras estaban rezando, Lucia fue presa de una visión y ve, en medio de las filas de los ángeles, a Santa Águeda que, dándose la vuelta, le decía: "Lucía, hermana mía, virgen de Dios, ¿por qué me pides aquello que tú misma puedes conceder? Tu fe ha favorecido a tu madre, y he aquí que ha venido a ser curada. Tú te consagrarás a Dios en la virginidad y por eso, como la ciudad de Catania es por mí colmada de gracias del cielo, así por ti lo será la ciudad de Siracusa".
Retornada a Siracusa, Lucía agradeciendo al Señor la curación de su madre, decide dar toda su dote a los pobres y consagrarse, tal y como era en su corazón a Dios.
Y habiendo comenzado a vender su hacienda para distribuirla entre los pobres, llegó la noticia a un hombre joven que quería la mano de Lucía: el cual, viéndose desilusionado en sus esperanzas, por vil venganza la denunció como cristiana ante el prefecto de Siracusa, Pascasio.
Era el año 304: los feroces emperadores Diocleciano y Maximiano habían emitido un edicto de exterminio contra los cristianos y, en todo el imperio, los seguidores de Cristo morían, en los más feroces tormentos.
Lucía, ya madura para el cielo, vio avecinarse también para ella la hora del combate deseado. Apresada por los soldados y llevada ante el tribunal de Pascasio, se mostró con el rostro sereno y feliz. El prefecto, a sabiendas de que pertenecía a una familia noble y viendo que era jovencísima y de una extraordinaria belleza, la trató en primer lugar con buenas maneras, aconsejándola que abandonara la superstición cristiana y ofreciera incienso a los ídolos paganos. La amonestó por haber despilfarrado la dote que podría servir al esposo.
Lucía dijo: "Yo soy cristiana y no adoro falsas divinidades, sino al verdadero Dios, que está en los cielos, creador del mundo, a Jesucristo, que nos ha redimino. En cuanto a mi dote, yo sola puedo disponer de ella y por eso, con todo el corazón, la he distribuido entre las viudas, los huérfanos, los pobres y los ministros de Dios".
Pascasio le gritó: "No tienes experiencia, pero yo ejecutaré las órdenes del emperador".
Lucía le respondió: "Si tú tratas de complacer al emperdor, yo quiero complacer a mi Jesús. Si tú te guardas de ofender a tu rey, también yo temo no ser complaciente para mi Dios".
Pascasio responde: "Tú has disipado tu hacienda con hombres disolutos".
Pero Lucía, llena del Espíritu Santo, dice: "Yo he puesto a buen seguro mi patrimonio y mi cuerpo no conoce la impureza. En cambio, vosotros sois esclavos de la corrupción del cuerpo y alejais las almas de los hombres del Dios vivo, para hacerles servir al diablo y a sus ángeles. Preferís las riquezas pasajeras en vez de los bienes eternos".
Pascasio, ciego de rabia, le dice: "Estas bellas palabras cesarán, cuando lleguemos a los tormentos".
"Las palabras de Dios no cesarán jamás" -responde Lucía.
"¿Así que tú eres Dios?" -reprendiéronle.
Y Lucía: "Yo soy la sierva de Dios eterno, el cual ha dicho: "Cuando seais conducidos ante el rey y los príncipes no penséis lo que tenéis que decir, pues no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo hablará en vosotros".
Pascasio dice: "¿Entonces, es que está dentro de ti el Espíritu Santo?"
Lucía le responde: "El apóstol dice: "Los que viven castamente y plenamente son templo de Dios y el Espíritu Santo mora en ellos".
Y Pascasio en tono amenazante: "Te haré conducir a un lugar infame, donde serás forzada a vivir en el deshonor; y así el Espíritu Santo huirá de ti". La virgen, en su imperturbable calma, contesta todavía: "No se desfigura el cuerpo, si no por el consentimiento de la voluntad. Si ordenas que yo sufra violencia contra mi voluntad, mi castidad tendrá el mérito de una doble corona".
Pascasio confundido y airado, ordenó que arrastraran a la santa virgen a un lugar infame y, para mayor vergüenza, fue reunido todo el pueblo. ¡Pero sucede un gran prodigio! El Espíritu Santo concede a Lucía tal inmovilidad que se hace del todo imposible moverla. Probaron los más robustos soldados: pero Lucía queda firme, mientras que los fuertes caían agotados. La ataron de pies y manos y tirando de las cuerdas, comenzaron a tirar todos juntos, pero ella quedó inquebrantable como un monte.
Pascasio, furibundo, da órdenes para que traigan yuntas de bueyes. ¡Vanos los esfuerzos! Aquellas bestias tampoco logran mover a la virgen de Cristo, a la que el Espíritu Santo mantenía inmóvil.
Pascasio, siempre más ciego de rabia, le grita: "¿Cuáles son tus artes mágicas?".
La santa le respondió: "Estas no son artes mágicas, sino que es el poder de Dios, el cual ha dicho: "Mil caerán a tu izquierda, y diez mil a tu derecha, pero nadie se acercará a ti. Mísero Pascasio, ¿por qué te entristeces? ¿Por qué empalideces? ¿Por qué bramas de furor? Has tenido ya la prueba de que soy templo de Dios: cree ahora".
Pero él se puso todavía más furioso y ordena que enciendan un gran fuego alrededor de ella, que arrojasen pez, aceite de resina, de modo que la virgen fuese consumida lo más rápido posible. ¡Vano intento otra vez! Las llamas queman pero no tocan a la santa mártir, la cual, sonriendo ante la alegría de los ángeles, canta himnos al Señor.
Los amigos de Pascasio se la llevaron de allí, para terminarla a punta de puñal. Mientras que el verdugo se prepara para dar el golpe fatal, Lucía, doblada de rodillas, reza y dice a los presentes: "En breve se dará la paz a la Iglesia de Dios. Diocleciano y Maximiano caerán del imperio y terminarán miserablemente. Así como la ciudad de Catania tiene en veneración a Santa Águeda, así también vosotros me honraréis, por la gracia de Jesucristo Nuestro Señor, observando de corazón los mandamientos de Dios." Con estas palabras, cayó apuñalada y el alma generosa ascendió a Jesús su Divino Esposo.
Era el 13 de diciembre del año 304, día que fue grabado, con caracteres de oro, en la historia de Siracusa y de la Iglesia Católica.
La Devoción
Por edicto imperial del año 290, se concedió a los cristianos asistir a la muerte de los hermanos de fe y sepeliarlos. Por tanto Eutiquia y otras devotas matronas siracusanas enterraron el cuerpo glorioso de la santa mártir en una tumba, a la entrada de las catacumbas de Acradina.
Sobre el sarcófago esculpieron la paloma salida del arca de Noé para anunciar al mundo la paz.
Y la paz, de hecho, se mostró según la profecía de Santa Lucía, pues poco después fue dada la paz a la Iglesia por Constantino el Grande; mientras Pascasio, Diocleciano y Maximiniano perecieron en la miseria.
En el lugar, donde la santa entregó el espíritu a Dios, los siracusanos construyeron, en el año 310, un hermoso templo. Bajo el pontificado de San Gregorio Magno se propagó el culto de Santa Lucía y se insertó su nombre en el Canon de la Misa, hubo un monasterio benedictino propincuo. El culto de la Santa se difundó rápidamente, después de su muerte, por toda la Cristiandad.
En el año 384, el siracusano San Urso, obispo de Rávena, le dedicó un templo en aquella ciudad.
En el siglo VII, San Adelmo en Inglaterra y San Juan Damasceno en Oriente la celebraron en sus escritos.
Dante Alighieri y Cristóbal Colón fueron devotísimos de ella: el primero atribuyó a la intercesión de Santa Lucía la curación de una grave enfermedad de ojos y la hizo una de los principales personajes de su "Divina Comedia". El otro puso su nombre a una de las islas de las Antillas, descubierta el 13 de diciembre.
Caída Siracusa, en el año 878, en manos de los sarracenos, el cuerpo de Santa Lucía fue celosamente escondido en las catacumbas por los siracusanos. El general griego Jorge Maniace, adueñándose de la ciudad en el año 1040, lo pide y lo traslada a Constantinopla, obsequiándolo como reliquia a la Emperatriz Teodora.
Los Cruzados venecianos, después de la conquista del año 1204, lo llevaron a Venecia, donde hoy se venera en la iglesia parroquial de San Jeremías, en un altar lateral dentro de una urna de mármol.
En el año 1904, el Cardenal Patriarca de Venecia realizó un reconocimiento conforme a derecho y constató la maravillosa conservación del cuerpo santo.
El cuerpo de la Santa está momificado y conserva la piel, suave al tacto. Los pies parecen intactos, y puede verse un clavo en el pie derecho. Falta buena parte de su brazo izquierdo, que en varias ocasiones fue concedido, como reliquia, a Papas y Reyes. El cuerpo tiene un color amarillo pergamino y lánguido, la cabeza es de color negro, más bien pequeña, muy regular, como también lo es la parte superior del hueso nasal que todavía permanece en buen estado. Cuatro mechones de cabello negro enmarcan la frente, sobresaliendo bajo la corona de seda blanca.
Maravillosos son los ojos. Las cuencas de los ojos están cubiertas con una membrana negra, suave, constituida por el mismo ojo y los párpados momificados.
Se ve claro (algo rarísimo en los cuerpos de los mártires) la traza de su martirio: un profundo agujero cerca del pecho, sobre el lado derecho.
Las reliquias de la Santa han sido, en todo tiempo, instrumentos de las maravillas del Señor, especialmente para las enfermedades oculares.