jueves, 13 de diciembre de 2012

DE HINOJOS ANTE EL PESEBRE

Conmemoramos una vez más, Señor, la fiesta de vuestro Santo Nacimiento.

Una vez más, la Cristiandad se apresta a veneraros en el pesebre de Belén, bajo el fulgor de la estrell o bajo la luz, todavía más luminosa y resplandeciente de los ojos dulces y maternales de María.
A vuestro lado está San José, tan absorto en contemplaros que parece no darse cuenta ni de los animales que os rodean, de los coros angélicos que perforan las nubes y cantan, bien visibles, en lo más alto del cielo. De aquí a poco se oirán los pasos de los caballos de los Magos que llegan, que traen en sus largas caravanas los regalos de incienso, oro y mirra, escoltados por gran servidumbre. En el curso de los siglos, muchos otros van a venir a venerar vuestro Pesebre: de la India, de Nubia, de Macedonia, de Cartago, España, galos, francos, íberos, germanos, y sus descendientes, entre los cuales están los peregrinos y cruzados que vendrán desde occidente a besar la tierra de la gruta en la cual naciste.

Y entre todos estos, nosotros, aquí, nos arrodillamos y os contemplamos. Míradnos, Señor, y observadnos con misericordia. Estamos aquí y queremos hablar con Vos.
¿Quiénes somos nosotros?

¡Los que no doblan las rodillas, ni una siquiera, delante de Baal! Los que tenemos la Ley de Dios escrita en el bronce de nuestras almas y no permitimos que las doctrinas de este siglo graben sus errores sobre este bronce, que la Redención volvió sagrado. Los que amamos como el más precioso de los tesoros la pureza inmaculada de la ortodoxia, y rechazamos cualquier pacto con la herejía, sus obras e infiltraciones... Los que no transigimos con la impiedad insolente y orgullosa de sí misma ni con el vicio que se manifiesta con ufanía y escarnece la virtud. Los que tienen piedad de todos los hombres, pero particularmente por los bienaventurados que sufren persecuciones por amor de vuestra verdadera Iglesia, que son oprimidos sobre toda la tierra por su hambre y sed de virtud, que son abandonados, escarnecidos, traicionados y calumniados por el hecho de mantenerse fieles a vuestra Ley. Los que sufren sin que la literatura contemporánea se acuerde de exaltar la belleza de su sufrimiento: la madre cristiana que hoy ruega ante su pesebre, en el hogar doméstico abandonado por los hijos que profanan con orgías el día de Vuestro Nacimiento; el esposo austero y fuerte que, por fidelidad a vuestro Espíritu, se hace incomprensible y antipático a los suyos; la esposa que soporta la amargura de la soledad de alma y de cuerpo, porque la frivolidad de los vestidos ha arrastrado al adulterio a aquel que debería haberle sido columna de la familia, mitad de su alma; el piadoso hijo que, durante la Navidad, mientras las familias cristianas están celebrando la fiesta, siente más que nunca el hielo con el cual el egoísmo, la sed de placeres y la mundanidad paralizan y matan en su propio hogar la vida familiar; el estudiante abandonado y vilipendiado por sus compañeros debido a que se os mantiene fiel; el profesor odiado por sus estudiantes, porque no llega a un acuerdo con sus errores; el sacerdote que siente a su alrededor el oscuro muro de la incomprensión y de la indiferencia, porque se niega a permitir la corrupción del depósito de la Fe que le ha sido confiado; el católico fiel, extraviado por la crisis que ha penetrado incluso en el Templo de Dios, que es tratado como un extraño en la misma Casa de su Madre, la Iglesia; el hombre honesto reducido a la indigencia por no haber robado.

Estos somos, Señor, aquellos que en la hora presente, dispersos, aislados, ignorándose los unos a los otros, ahora, sin embargo, se acercan a ofrendaros sus dones y presentaros sus oraciones. 

Ruego, en primer lugar, por aquello que más amo en el mundo, que es vuestra Iglesia, santa e inmaculada. Que vuestra Iglesia triunfe, al final de este siglo de pecado, y plasme para vuestra mayor gloria una nueva civilización. Por los santos, para que sean más santos. Por los buenos, para que se santifiquen. Por los pecadores, para que vengan a ser buenos. Por los malos, para que se conviertan. Que los impenitentes, refractarios a la gracia y nocivos a las almas, sean dispersados, humillados y destruidos por vuestro castigo.

Ruego, después, por los otros, para que los hagáis más exigentes en la ortodoxia, más severos en la pureza, más fieles en la adversidad, más activos en la humillación, más terribles para los malignos, más compasivos para los que, avergonzándose de sus pecados, alaban en público la virtud y se esfuerzan en serio por tratar de conquistarla.

Ruego, por último, para que vuestra gracia, sin la cual ninguna voluntad persevera duraderamente en el bien, sea por ello tanto más abundante cuanto más numerosas sean las miserias e infidelidades.

Plinio Corrêa de Oliveira

http://www.pliniocorreadeoliveira.it/chi_siamo.htm

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