miércoles, 14 de noviembre de 2012

“Retrato de caballero”, del Carpaccio.



 

Un compendio de la espiritualidad caballeresca.

De Massimo Introvigne


Durante un congreso institucional en Madrid he podido participar en una de las visitas a la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza, organizado con particular esmero con ocasión del vigésimo aniversario del museo, que fue abierto en 1992. He tenido así la oportunidad de volver a admirar una de las joyas de este museo: el “Retrato de caballero”, del pintor veneciano Vittore Carpaccio (1465-1525 ó 1526).

El retrato afianza ante todo el arcaísmo del Carpaccio, que no es –como habían sobreentendido los prerrafaelitas ingleses- tanto el primer pintor del Renacimiento como el postrero del Medioevo, tan es así que murió pobre y casi olvidado, ya que el nuevo gusto renacentista no le comprendió nunca la grandeza, redescubierta solo después de varios siglos. La obra es un extraordinario compendio del “ethos caballeresco medieval” y del gusto del Medioevo por los símbolos, en particular aquellos traídos del reino animal y del vegetal.

Es admitido ya por sólido entre los críticos que se trata del retrato de un mismo caballero; no de dos caballeros y tampoco de un caballero y su escudero. Las dos imágenes representan al mismo caballero, aunque en dos etapas distintas de su camino. Lo vemos a caballo mientras sale de una fortaleza de estilo veneciano, aprestándose para la batalla. Y lo vemos en primer plano, mientras envaina la espada. Esta figura del primer plano –retratada con extraordinaria calidad, es por ello considerada el primer retrato de figura entera en la historia del arte occidental- podría referirse, como piensa alguno, al hecho de que el caballero ha muerto. Envaina la espada en la funda y se despide de este mundo. En este caso se remembra el lema de la Orden del Armiño -la orden caballeresca bretona contemporánea del Carpaccio y del rey de Nápoles Fernando I de Aragón (1424-1494): “Malo mori Quam foedari”: “Prefiero morir antes que manchar [mi honor”] – que aparece en una cartela próxima al animal, al armiño, se referiría precisamente a la muerte en batalla del protagonista. Pero también podría ser que el caballero meta la espada en la vaina simplemente por estar su misión cumplida.

El cuadro es una gran alegoría de la “militia” cristiana y de la caballería. El mar y el estanque son solo una primera alusión a las mil pruebas y a la dificultad que el militar cristiano tiene que soportar para alcanzar la meta. Se añade la rica simbología de los animales y las plantas.

En lo alto, a la izquierda, hay una garza (símbolo del sufrimiento) herida –si se piensa que será muerta, puede verse una ulterior señal de la muerte del caballero- por un halcón, que simboliza las insidias del mal. Otro halcón está descansando sobre el árbol, a la derecha, y amenaza a los gorriones que son los “pájaros del cielo”, evocados por el mismo Jesucristo y símbolos de las almas. Sí: el mal actúa en la historia y acecha a las almas. Acecha la misma alma del caballero que en su viaje encuentra un pavo real, símbolo del orgullo, que casi penetra en lo íntimo mismo del mílite a caballo, mientras todavía más a la izquierda hay un caballo sin jinete que cuelga, a modo de insignia de una posada, simbolizando las pasiones sin brida y sin freno. A la derecha, en la franja entre los dos árboles, un conejo y una libre escapan: es la tentación de la cobardía y de la huída ante el peligro. El buitre que está cerca del agua y el ciervo representan la decadencia y la muerte; las ranas y los sapos escondidos en la hierba y propincuos al armiño, abajo a la izquierda, son las tentaciones de todo aquello que hay de más vil y vulgar.

Pero, poco a poco, en confrontación con los vicios y las tentaciones, el caballero conquista también las virtudes. El armiño es un símbolo de la pureza, y los antiguos creían que este animal prefería ser capturado y asesinado antes que esconderse donde podría ensuciarse su piel inmaculada. El ciervo -a la derecha del segundo árbol- representa la mansedumbre y la tenacidad frente a la adversidad; la cigüeña en vuelo -entre los dos árboles- representa la "piedad" filial -se pensaba por entonces que, caso insólito entre los animales, la cigüeña se encargaba de cuidar a sus progenitores y no sólo a las crías; el pato es la serenidad y la calma. Todas estas no son interpretaciones más o menos fantasiosas, sino que derivan de los bestiarios medievales con los cuales Carpaccio tenía una evidente familiaridad.

Que el pintor nos llama a una visión dramática de la historia se confirma por el contraste entre los dos perros: el perro bueno de pelaje blanco que acompaña al caballo y el perro bermejo, agresivo y feo, figurado más a la derecha. Estas son verdaderas y propias imágenes del ángel bueno y del malo, de las sugestiones divinas y de las demoníacas que siempre se enfrentan en la historia. El "gran can" malvado puede también que aluda -como ha sido sugerido- al "Gran Khan”, título que después de llevarlo los mongoles se le atribuyó a los sultanes turcos; y, en este caso, el conflicto bélico en que el soldado combate sería concretamente la guerra de Venecia contra los turcos. Pero esto, a su vez, es sólo un episodio de un drama siempre operante en la historia y que trasciende los eventos particulares.

De una insólita riqueza  -de un gusto, sin embargo, típicamente medieval y hoy aún más difícil de comprender- es el simbolismo de las plantas. No es por azar, sino por esto mismo que Carpaccio entusiasmaría a los prerrafaelitas que buscarán reproducir la flora en obras -como la "Ophelia", de John Everett Millais (1829-1896)- que son verdaderos y precisos tratados de botánica. En la producción pictórica de Carpaccio, sin embargo, el problema está en el hecho de que muchos símbolos botánicos son ambivalentes. Consideremos, por ejemplo, una flor muy visible: la anémona roja, al lado de las piernas del caballero. Esta, desde la mitología clásica, es un presagio de la muerte. Pero al mismo tiempo para los cristianos significa, como la púrpura que llevan los cardenales, la sangre derramada por la fe y la disponibilidad al martirio. Los gladiolos significan la muerte violenta: pero también el sufrimiento de la Virgen Dolorosa. A la derecha, no muy lejos del perro maligno, vemos los narcisos que, en la mitología griega, son las flores de Perséfone, reina de los ínferos y, por lo tanto, flores ligadas al infierno. Y en cambio, cerca del armiño vemos un lirio, símbolo de la pureza por excelencia, contrapuesto a las zarzas, que simbolizan el desorden. Hallamos también –y el elenco no terminaría aquí- flores de manzanilla (tranquilidad), y la pervinca azul, que la Edad Media considera la flor de la fidelidad y el Cielo.

Así, en un cuadro solo, Carpaccio nos ha ofrecido un compendio de la espiritualidad caballeresca, fundada sobre una visión dramática y alternativa de la historia. La vida es milicia, y la del caballero es un viaje, un itinerario erizado de obstáculos y probaciones, pero donde el auxilio procede de la virtud y del Cielo mismo. A la postre –después de haber derrotado al enemigo, quizás a los turcos, y tal vez a trueque de su misma vida- el caballero enfunda la espada. Ha combatido el buen combate, ha sido ejemplo de su época –y de la nuestra. Ahora espera el premio eterno.

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