Un cielo claro hace de telón el fondo a una iglesia campesina. Su viejo campanario y una anciana con la cabeza cubierta evocan la autenticidad de los tiempos antiguos. Es la hora del Angelus. Me paro y decido ir. Miro a mi alrededor, todo está en calma, todo está en orden. Es un orden sacral que se desprende de las balaustradas de mármol, de la austeridad del confesonario, del altar que perfuma de blancura... Y es el silencio. Un silencio que cautiva el alma y la eleva como el incienso a otra dimensión. Un perfume a lirios me reclama, parece proceder de una capilla. En la distancia se alzan altos cirios en la penumbra, pero un haz de luz, como si quisiera destacarlo, alcanza el crucifijo erigido sobre un marmóreo altar. Me acero y, como si el tiempo se detuviera, me postro de rodillas... La atmósfera se hace densa a mi alrededor, las distancias entre el presente y el pasado quedan anuladas. La tierra y el cielo están unidos entre sí y una intimidad divina me recoge profundamente.
Desde lo alto de la cruz, dominando la pequeña capilla, está la verticalidad de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Aquel que amó la salvación de sus hijos hasta el don de sí mismo. Su preciosa sangre cayó sobre la árida tierra y ésta llevó fruto. En esta tierra, regada por la sangre del sacrificio cruento de la Cruz, yo también ocupo un puesto preciso. En esto, una gota sola de su sangre me pertenece: es la linfa vital recibida por la gracia del Bautismo, para inspirar el sentido de mis pensamientos, para mover mis acciones y dirigir mis pasos por el camino del bien y de la salvación.
Levanto más todavía mis ojos y absorta... Contemplo.
Desde lo alto de la Cruz pende su cabeza ceñida de espinas. Regueros de sangre chorrea por su rostro llagado, marcado por los ultrajes, por la ingratitud, por la falta de fe en la oscuridad de la noche, por las ofensas a su Sagrado Corazón. Sus ojos están tristes y ven el profundo dolor de cada corazón que se pierde en la desesperación. Tiernamente derraman lágrimas de dolor por los escándalos, por los abusos perpetrados contra los niños... Y esos ojos se posan con ternura sobre los ancianos solos y abandonados, levantan a los enfermos que solo en Él confían, esos ojos dan luz y fuerza a las familias en dificultades.
La Historia de la Cristiandad está señalada por estas miradas: miradas que penetran en el corazón, nos escrutan, nos levantan de la miseria y nos sanan de la enfermedad.
Desde lo alto de la Cruz, sus labios abrasados parecen pronunciar: "Sitio"; sed de justicia; sed de caridad; sed de esperanza; sed de almas enamoradas de Él, fieles, dispuestas a renunciar a sí mismas, tomar la propia cruz y seguirlo en este breve peregrinar.
El hombre ha sustituido a Dios por el afán de poder, de gloria, de honor y, en el via crucis de este relativismo, Jesús es abandonado en los altares, expulsado de las casas, de las aulas, de los hospitales; es el Cristo agonizante, herido por la indiferencia, ultrajado en las imágenes, perseguido en los cristianos, ofendido en su excelsa dignidad.
Como una advertencia que proviene de lo alto, resuenan fuertes y veraces estas palabras: "Francisco, ve y repara mi casa, porque, como ves, amenaza ruinas." El silencio se interrumpe y la voz se para.
Alguien, al fondo de la iglesia, me hace señales. Es tarde, es hora de salir.
Y lo inicio; como notas doradas me indican la senda, emprendo mi camino...
Francesca Bonadonna
NOTA: Fray Tomás de Celano (1200-1260), franciscano, fue poeta y autor de varias hagiografías de San Francisco de Asís. En una de ellas cuenta: "Vuelto a su tierra, Francisco empezó a orar intensamente para poder reconocer la voluntad divina. Para esta oración, iba preferentemente a la pequeña iglesia de San Damián, que se encontraba extramuros. Allí había un antiguo y venerable crucifijo. Y este crucifijo habló un día a Francisco y le dijo: "Francisco, ve, repara mi iglesia, que, como ves, amenaza ruina"."
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